La savia inagotable
Por Osvaldo Bayer
Por Osvaldo Bayer
El jueves pasado, en Rojas, plena llanura central bonaerense, la Historia pegó un brinco. El pueblo, volcado en la calle, en una verdadera fiesta popular, le dijo basta a la historia oficial y procedió a cambiar el nombre de una de las calles céntricas denominada por los señores de la tierra como calle General Julio Argentino Roca por el justo nombre de Pueblos Originarios. Todo resuelto en la forma más democrática, con ribetes hasta diríamos poéticos, sin exagerar. Porque como lo dijimos en estas contratapas con las que paseo por todos los rincones del país, la ordenanza municipal estuvo basada en un proyecto presentado por los adolescentes alumnos del colegio nacional local y aprobado por amplia mayoría por los concejales de la ciudad de Rojas. Más democrático, imposible. El mismo intendente local acompañó el acto con su presencia y su aplauso.
Llegaron representantes de los pueblos originarios de todos los puntos cardinales bonaerenses, con sus atuendos y sus instrumentos. El general que entregó todas esas tierras inmensas a los Martínez de Hoz, los Anchorena y los Miguens y que repartió como esclavos a los indios prisioneros, a sus mujeres como sirvientas y a sus niños como mandaderos, fue quitado de las calles de Rojas. La música del conjunto Arbolito sonó en las calles de esa ciudad de la llanura. Arbolito, el nombre del ranquel que hizo justicia y vengó a sus hermanos al terminar con la vida del coronel Rauch, el mercenario europeo contratado por Rivadavia para “exterminar a los indios ranqueles”, como decía su decreto, olvidándose ese “liberal positivista” de la estrofa del Himno Nacional que se cantaba ya en todos los rincones argentinos: el “Ved en trono a la noble igualdad, libertad, libertad, libertad”, verso embebido en el pensamiento liberador de Mayo. Una vez más comprobamos que a veces la Historia tarda, pero finalmente triunfan la Etica y el concepto de Vida. Ese general genocida que en sus palabras finales, después de su campaña contra los pueblos nativos del sur, dijo ante el Congreso que había exterminado para siempre al indio para abrir esos “vastísimos territorios que se presentan ahora llenos de deslumbradoras promesas al inmigrante y al capital extranjero”. Y poco después, ya presidente, por la concesión Grunbein, entregará más de dos millones y medio de hectáreas en la Patagonia a 137 estancieros británicos. La pregunta que siempre quedó sin respuesta ante el genocidio de Roca es la siguiente: en esas extensas regiones había tierra para todos, ¿por qué el genocidio de los pueblos originarios, por qué no se les respetó ni siquiera sus tierras comunitarias, ya que ellos nunca tuvieron concepto de la propiedad?
Pero ahora parece que ha comenzado a verterse de nuevo la savia inagotable de la Etica. Este acto con el pueblo de Rojas lo demostró.
Y en esto de las tierras comunitarias parece que, en el presente, los poderes provinciales de la Argentina no tienen el menor respeto por ellas. Todas las semanas una nueva usurpación. Lo vemos en el caso ocurrido en Formosa, denunciado por el Mocafor, el Movimiento Campesino Formoseño. Acaban de ser detenidos cinco campesinos criollos –cuatro hombres y una mujer– porque se opusieron a que se desalojara a los wichís de sus tierras, compradas contra todo derecho por el empresario Jorge Bellsolá Ferrer, para sembrar soja y jatropha, que produce aceite para biodiésel y es un monocultivo que deja muy pronto árida a la tierra. El Mocafor ha llamado en su ayuda a todos los movimientos de los campesinos del país, bajo la consigna “Todas las luchas son importantes, pero la lucha más importante es unir todas nuestras luchas”. Es increíble, la campaña del desierto continúa, no ya por las armas, sino a través de los negociados y la ayuda de una Justicia permisiva. Pero la protesta popular de la gente de la tierra irá avanzando. La savia inagotable de la esperanza surge otra vez en esas tierras que quieren pertenecer a las manos que la trabajan y no a quienes manejan los fondos de la injuria.
Pero un día antes de Rojas, Lanús. Sí, en el Gran Buenos Aires. La escuela de ciegos Nº 506. Allí aprendí el martes pasado de lo que es capaz el ser humano: no rendirse jamás. Los adolescentes ciegos me esperaban para hacerme un reportaje para la radio. Ellos atendieron el sonido, dieron la orden de empezar y Federico, Tamara, Rubén, Julieta, Pablo, Max, Dimara y Lautaro comenzaron las preguntas. Una tras otra, breves, concisas, y mis respuestas eran interrumpidas por nuevas preguntas acerca del mismo tema, para ampliar los textos y que todo quedara claro para el oyente. Nunca me enfrenté con un periodismo así, de “precisión” mezclado con humor y también ironías. Una verdadera fiesta. Ciegos, de un barrio humilde, que sonríen porque aman la vida, ya que ven mucho más allá que los que tienen vista. Las preguntas son acerca de la identidad de los pueblos, de cómo fue posible la dictadura de la desaparición de personas, de cómo terminar la violencia en nuestras ciudades. Todo se termina cuando se levantan todos, los que preguntaron y los que escucharon en absoluto silencio y cantan la hermosa canción de Arbolito acompañándola con guitarras y bombos. Los docentes sonríen. Para ellos es ver el fruto de tantas horas de enseñanza. Una enseñanza muy sacrificada y nada reconocida. Pero en ellos está el espíritu solidario. Se nota cuando estallan en aplausos por la creación de sus alumnos. Ciegos pero ya con la semilla de la sabiduría. Los jóvenes ciegos se abrazan y ríen como si hubieran llegado al paraíso.
Me despido de ellos, docentes, alumnos y los agradecidos padres de éstos. Miro de nuevo esa escuela, mejor dicho, esa escuelita de Lanús que trabaja con tanta responsabilidad y sacrificio. Y pienso, ¿por qué la sociedad argentina es tan egoísta?, ¿por qué a estos docentes y a estos alumnos ciegos que aprenden allí el arte de la vida y la esperanza sin fronteras no se les habilita una escuela bien amplia, con jardines y árboles donde puedan posar los pájaros con sus trinos y sentir las flores con sus aromas? ¿Por qué esos recintos estrechos y cerrados y la pobreza de sus muebles y enseres? ¿Por qué no hacer una escuela amplia, una especie de templo del saber, para nuestros queridísimos niños y adolescentes no videntes y para que esos docentes admirables puedan mostrarles los otros aspectos de la vida?
Me despiden con rostros sonrientes de oreja a oreja. Pienso: si la humanidad en vez de gastar en armas y en guerras invirtiera todo ese dinero en la ciencia tal vez ya no existirían ciegos en el mundo.
Y marchemos ahora al Arte. Se trata de comprender la justa lucha de los jóvenes alumnos de la Escuela de Arte Manuel Belgrano de la Capital, a la cual, por una resolución del jefe de Gobierno de la ciudad, se le ha quitado el nivel terciario. En vez de apoyar al Arte, esa verdadera ciencia del espíritu que nos ayuda a vivir y a pensar en grandes ilusiones, sueños y a meternos en el laberinto de las formas, líneas, colores, y a penetrar y llenar vacíos, quieren reducir, cortarle las alas. Por eso, los jóvenes estudiantes de la Manuel Belgrano –sí, fundada por el gran patriota– han comenzado a luchar en su misma escuela en defensa del Arte, con mayúscula, la sagrada palabra. Quitarle capacidad, marcarle fronteras a esa institución es como quemar libros, es como cortarle las alas a una golondrina, es como negarle alimento a una mujer encinta, es como querer encerrar al arco iris en un calabozo militar y ponerle un uniforme marrón terroso. Esperamos que las diversas fracciones políticas que componen el Legislativo metropolitano vayan a visitar la Manuel Belgrano y conversen con los alumnos, dispuestos a defender el Arte, nada menos. Democracia es escuchar a quienes defienden la vida. En este caso esa vida se llama Arte. Más policía no salva a la sociedad sino más Arte.
Tenemos que inyectarnos la savia inagotable del Arte.
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