Berríos camino a la muerte
Corrían los primeros meses de 1978 y el químico Eugenio Berríos se sentía abandonado y sin protección. El reino de la DINA había terminado no hacía mucho. En la pugna interna del poder militar, sus principales padrinos yacían derrotados y Augusto Pinochet se había visto obligado a poner fin a la organización criminal. El gobierno de Estados Unidos del demócrata Jimmy Carter presionaba a Chile por el crimen de Orlando Letelier.
Una mañana, Berríos llegó a conversar con dos agentes de la flamante Central Nacional de Informaciones (CNI), sucesora de la DINA: David Morales Lazo y Jaime Cortínez Méndez. Como credencial, presentó su trabajo en experimentos de armas químicas junto a Manuel Contreras y Michael Townley. Los CNI lo llevaron al Comando de Ingenieros del Ejército y lo pusieron en manos del coronel Víctor Barría, ahora ex DINA, quien lo contactó con el general Héctor Orozco. Berríos pedía relacionarse con el Complejo Químico Industrial del Ejército en la comuna de Talagante. Le prometieron trabajo.
Poco después, el agente Ítalo Secattore buscó a Berríos en la panadería San Pancracio de calle Carmen 1167 en Santiago. El químico había transformado el local de su tía Berta en otro búnker: alojaba allí y había construido un segundo laboratorio artesanal. El otro lo tenía en casa de sus padres en calle Antonio Bellet, pero peleaba seguido con ellos.
Después de la visita de Secattore, a quien agasajó con pasteles de la tía Berta, Berríos sintió que recuperaba su vida. El desastroso final de la DINA quedaba atrás. Regresaba en gloria y majestad bajo el manto protector de la milicia. Retornaban las tertulias en Les Assessins, el barcito de calle Merced, y florecía el amor con la atractiva Gladys Schmeisser.
Berríos tenía un humor fino, en sintonía con su voz algo afeminada. Era obediente, ordenado en sus quehaceres, inteligente, aplicado en sus conocimientos, innovador, pero algo ordinario cuando había que serlo. También era un gran consumidor de cocaína, que solía compartir con sus amigos. Bajo el efecto de la droga, en ocasiones Berríos adoptaba un comportamiento violento. Gladys sufría sus golpizas.
Años después, el Ejército volvió a deshacerse de él. Comenzaban las primeras protestas en el país. El dictador perdía terreno. Berríos sintió que regresaban los nubarrones, la soledad, la escasez de dinero y la falta de protección. Ahora las cosas serían más difíciles y peligrosas para él. El hombre del sarín y la botulinia sabía demasiado.
Apesadumbrado, a fines de los ’80, se refugió otra vez en su tía Berta y se hizo cargo de la panadería, que estaba al borde de la quiebra. Aparecieron los prestamistas con sus intereses usureros. Como no confiaba en ellos, filmaba cada transacción con una cámara oculta, mientras aparentaba amabilidad regalando pasteles. Las reuniones con los oscuros dueños de la plata, que acudían a cobrar y a seguir prestando para salvar la pequeña empresa, se hacían alrededor de una mesa redonda, cubierta por un mantel floreado de hule. La tía Berta jugaba al solitario y Berríos sacaba cuentas con lápiz y papel. A lo lejos, un loro adornaba la escena con su parloteo.
En ese tiempo, Berríos cayó preso por giro doloso de cheques y permaneció un tiempo en la cárcel de Valparaíso y después en el anexo cárcel de Capuchinos en Santiago.
“Estoy vivo”
A comienzos de 1991, Berríos estrechó sus lazos con los peruanos Juan Cornejo Hualpa, de chapa Jorge Acosta Vargas, y Jorge Sáez Rivero, de nombre supuesto Jorge Saer Becerra. Ambos financiaban dos laboratorios para producir cocaína, uno en una aislada zona fronteriza de Iquique y el otro en Avenida Los Molles 841 en Conchalí, bajo el escudo de la empresa Inversiones Río Cipreses S.A. Berríos colaboraba en la producción y el tráfico junto al peruano Máximo Bocanegra Guevara, especie de administrador del polvo blanco.
El mundo se le venía encima. Ese mismo año, el juez Adolfo Bañados inició la investigación por el asesinato de Orlando Letelier en Washington. Berríos estaba en la lista de quienes debían declarar. Sabía bastante de ese y otros crímenes. Los prestamistas apremiaban y amenazaban. La tía Berta se hundía y él con ella. Su matrimonio estaba por el suelo. Y en el negocio de la coca lo estafaron con 36 mil dólares, como lo registró su propia voz en una grabación telefónica encontrada en su casa allanada tras su muerte (audio en www.lanacion.cl). El escenario era distinto al de junio de 1978, cuando, el ser interrogado por primera vez judicialmente acerca de su trabajo en la DINA en una causa por delitos de lesa humanidad, Berríos sorteó con inteligencia el asunto desconociendo a la DINA y todo cuanto lo vinculara con el crimen.
A comienzos de los ’90, la Dirección de Inteligencia del Ejército (DINE) servía de refugio a centenares de funcionarios de la CNI. El organismo puso al agente José Ríos San Martín pegado a los talones de Berríos para controlar cualquier locura. Ríos, ex DINA y miembro de la Brigada Mulchén, sabía cómo vigilar al enemigo. La DINE preparaba su secuestro y salida clandestina del país.
“Estoy en los siete mares de Simbad el Marino. No sé qué me salva, si la ingenuidad o la huevonería, pero el hecho es que estoy vivo, Tata”, dijo un día Berríos a su amigo, el coronel Manuel Pérez Santillán, diálogo registrado en la grabación. Su desastrosa situación financiera lo tenía, a 1991, con el teléfono cortado para llamar y sin dinero para hacerlo desde un aparato público, como le confesó al coronel Pérez. Tampoco lo salvó la fracasada venta de anfetaminas en cápsula que producía en el laboratorio de Antonio Bellet.
DEA y FBI
En su desesperación, el químico decidió delatar en la embajada de Estados Unidos en Santiago, ante agentes antidrogas de la Drug Enforcement Administration (DEA), un gran ocultamiento de cocaína en el norte de Chile. Nunca se supo si a quienes denunció fueron sus socios peruanos. A cambio quería dinero y que lo sacaran del país. La DINE aumentaba el control de sus movimientos y la investigación del juez Bañados crecía en información. Para llegar a la DEA, el químico se contactó con Jaime Melgoza Garay, un informante de la agencia estadounidense.
A Melgoza lo conocía de sus años mozos, cuando éste era escolta del general Roberto Viaux, quien lideró el alzamiento del Regimiento Tacna en 1969. Un año más tarde, Melgoza disparó al comandante en jefe del Ejército René Schneider, junto a Juan Luis Bulnes Cerda y Julio Izquierdo Menéndez. Según los archivos de inteligencia de la Policía de Investigaciones de la época, Berríos era entonces un joven integrante de la comisión política del movimiento ultraderechista Patria y Libertad, comandado por el abogado Pablo Rodríguez Grez.
Berríos y Melgoza llegaron juntos a la embajada norteamericana, ubicada entonces en calle Agustinas. Se reunieron con el agente de la DEA, el chileno Jorge Alarcón Dubois, y el jefe de éste, “un tal Jeff”, según Melgoza. Pero con la DEA nada funcionó. Sus agentes en Santiago sabían que los socios peruanos de Berríos preparaban un importante envío de cocaína a Estados Unidos, que allá sería recibida por el narcotraficante Jesús Ochoa Gálvez, pariente de los Ochoa Vásquez del cartel de Medellín, quien había instalado su operación en Chile. A la DEA no le interesó la denuncia porque querían que el cargamento llegara a destino y así fuese descubierto en Estados Unidos.
Eso explica que la DEA y el FBI no informaran a la Policía de Investigaciones (PDI) ni a la Corte Suprema sobre el paradero de Eugenio Berríos, quien ya se había ocultado con la ayuda de amigos, sin sospechar que la inteligencia militar estaba al tanto de sus andanzas.
Por esos días de 1991 emerge la figura del entonces subcomisario de la Policía de Investigaciones (PDI) Nelson Jofré Cabello, quien, junto al comisario Rafael Castillo, se convierten en crucial apoyo del juez Adolfo Bañados y otros magistrados que comenzaban a investigar más seriamente los crímenes cometidos bajo la opresión militar. Con el tiempo, Jofré se mantuvo más estrechamente ligado a los principales casos.
Su amigo Duque
Por orden de Augusto Pinochet, a comienzos de agosto de 1991, la DINE encerró a Berríos en un sótano del Batallón de Inteligencia del Ejército (BIE) en calle García Reyes 12. El juez Bañados lo había citado a declarar varias veces sin que concurriera. Los policías Jofré y Castillo no daban con su paradero. La DEA y el FBI seguían en silencio. Los prestamistas caían encima de la tía Berta y para ellos ya no había pastelitos de regalo. Su amigo, el abogado y ex fiscal militar Aldo Duque, el hombre del sombrero alón y compañero de banco en la carrera de Derecho del “Mamito” Contreras y el abogado Cristián Espejo en la Universidad Gabriela Mistral, no pudo salvarlo de los protestos ni usura de los prestadores. Su mujer estaba en la ruina. La suerte del químico estaba echada.
El 26 de octubre de ese año, la Unidad de Operaciones Especiales de DINE, al mando del mayor Arturo Silva Valdés, lo sacó de Chile a Uruguay vía Argentina con la chapa de Manuel Antonio Morales Jara. Horas antes, un grupo de amigos le dio al químico una curiosa despedida mientras continuaba encerrado en el sótano del BIE. Aldo Duque brindó por él.
Eugenio Berríos desaparecía del mapa. La milicia uruguaya, aún impregnada de sus propios crímenes bajo el mando militar, ayudó con valiosa infraestructura a sus amigos chilenos para mantener oculto al químico. Tras un año, Berríos quiso volver a Chile para contar a la justicia sus secretos. Por eso lo mataron en noviembre de 1992, cuando intentó fugarse desde una casa en el balneario Parque del Plata, cerca de Montevideo.
Un equipo de tres policías inició la búsqueda de las pistas del crimen: los subcomisarios Palmira Mella San Martin y José Araneda Isamit, bajo la conducción del actual prefecto Nelson Jofré Cabello. Partían de cero, porque, en Chile, el Ejército cuidó celosamente el acceso a cualquier antecedente. Comenzaron a indagar desde Uruguay y Argentina para llegar a Chile. En Uruguay tuvieron que sortear múltiples obstáculos porque a nadie le interesaba que afloraran pistas. Los tres altos oficiales uruguayos involucrados en el homicidio mantenían poderosas redes de protección.
En Montevideo, recurrieron a la DEA y el FBI locales y allí sí obtuvieron pistas. Se las arreglaron para interrogar a decenas de testigos y revisaron miles de tarjetas migratorias para identificar militares chilenos que viajaban a ese país. También ubicaron a los tres uruguayos que sirvieron de apoyo a los agentes chilenos. Lo mismo hicieron en Buenos Aires, donde incluso penetraron la estructura del servicio secreto exterior de la inteligencia del Ejército chileno. De vuelta en Santiago, cruzaron toda la información con las estructuras de la DINA, CNI y DINE que manejaban y así quedó en evidencia el núcleo chileno que había mantenido a Berríos secuestrado en el exterior. A pesar de los continuos intentos de los agentes por borrar sus huellas en Argentina y Uruguay, cometieron un gran descuido: siempre arribaron a Montevideo con sus nombres reales. Fue el gran error de la inteligencia del Ejército de Pinochet en este caso.
Los últimos días de noviembre de 1992, arrodillado y atado por los brazos, al químico lo obligaron a bajar la cabeza. Arturo Silva le dio el primer tiro. El otro lo disparó uno de los tres militares uruguayos bajo arraigo en Chile. Fue un pacto de honor y silencio. Una bala por cada país. En el proceso que instruyó el juez Alejandro Madrid, cuya sentencia está pronta a dictarse, el único ex agente chileno que contó cómo murió Berríos y quienes lo mataron fue el coronel (R) Mario Cisternas Orellana. El resto niega hasta hoy el asesinato.
►En la pestaña de Audio (sobre la foto principal) escuche 3 conversaciones telefónicas de Berríos
lanación
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