sábado, 13 de diciembre de 2008

PUEL MAPU:EN EL ANIVERSARIO DEL RETORNO A LA DEMOCRACIA 10-12-08

EN EL ANIVERSARIO DEL RETORNO A LA DEMOCRACIA

25 años. La cultura de la democracia

Por primera vez en su historia, Argentina cumple 25 años ininterrumpidos de gobiernos democráticos, sin golpes militares ni censura, un proceso de transformaciones que involucró no sólo a la política, sino también a todas las expresiones culturales.


Escriben:

Horacio González,
Juan Sasturain,
Eduardo Fabregat,
Hilda Cabrera,
Fernando D’Addario,
Julián Gorodischer
Luciano Monteagudo.

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25 AñOS > EL IMPERATIVO DE PENSAR EL TERROR Y LAS ESPERANZAS PERDIDAS

La leyenda nacional en la cultura

“La cultura, si tal concepto puede esgrimirse unívocamente, es escape pero también un paciente escarbar en lo que el ánimo colectivo formula como inconcluso y no cicatrizado”, señala en su nota el director de las Biblioteca Nacional.

Por Horacio González

La cultura argentina de este último cuarto de siglo resurge bajo el imperativo de pensar el terror, las esperanzas perdidas y la posibilidad de que un débil hilo reconstructivo pueda aún recorrerla. El pensamiento político emancipador –nombre que resurge, cauto pero exigente– se pregunta si se ha fundado definitivamente una sociedad del miedo, efecto latente del período anterior, o si, dicho llanamente, hay alguna forma de progreso efectivo en la vida nacional. Para saberlo, habría que mostrar primero las evidencias del daño producido. Aún falta encarar una apreciación más profunda de la infinidad de obras que se hicieron cargo de la pregunta por la prosecución de la trama colectiva y hasta qué punto un tiempo de horror la había desarticulado. En 1982, Ricardo Piglia había anunciado el tema presentando una sociedad sonámbula que intentaba averiguar las raíces del mal en un pasado que ya era irrespirable, aunque sus corrientes intelectuales eran totalmente inteligibles. Mucho después, David Viñas con Tartabul, en un alucinado diálogo de espectros, propone que lo que había sido agraviado, podría repararse sólo cuando esas voces últimas que monologan como en una mina de carbón hace siglos olvidada, pudieran encontrar las almas perdidas. Las que tan sólo quedaban en el rescoldo clandestino de un idioma de conjurados.

En todo el período, la obra de León Ferrari intenta una alegorización extrema que invierte los íconos supremos de un orden, como si el que ahora hubiese llegado para visitar al Gran Inquisidor fuese un Jesucristo roto, blasfemo. Esta estremecedora artesanía de símbolos en estado puro, es quizás el máximo proyecto para revisar los fundamentos últimos de las creencias sin afectar la intensidad –cualquiera que sea– de las imágenes sacras. El equivalente de esta profunda reflexión sobre los anatemas y la sensualidad puede hallarse en la obra filosófica de León Rozitchner, que con una escritura sostenida en un atrevido índice de salvación, va a buscar la pérdida del sentido amoroso en los rostros alienados que adquieren célebres textos místicos y religiosos. Como la de Ferrari, la obra de Rozitchner se explica por el pensamiento universal y su congoja, aunque son reconstituidas severamente en su sentido pleno, por las condiciones presentes de la inquietud argentina. Con razón, en este cuarto de siglo, el mundo intelectual argentino asistió y sigue empeñado en una discusión sobre los mitos que subyacen en el interjuego de la historia nacional. Durante todo el período, las expresiones del progresismo se disputaron las banderas de una sociedad justa y democrática, acentuando una de ellas la capacidad de obtener una crónica de los hechos argentinos liberada de lenguajes populistas (precisamente, el mito de la continuidad heroica nacional) y la otra, acentuando una hipótesis por la cual se sale de las encrucijadas invocando partes de los mitos de reparación social heredados (pues la idea de herencia es la que realmente constituye lo específicamente mítico). Pero ahora, en este último caso, con nuevos aprestos de desarrollo en base a saberes en lo posible despojados de reminiscencias. Así puede verse nuestra paradójica actualidad.

Difícil escapar del mito, que no es renuncia a la reflexión sino reflexión que compone combinaciones caleidoscópicas sin exigir la clave azarosa de esa combinación. La obra de César Aira, en todo este tiempo, prosigue el mito de Osvaldo Lamborghini respecto a que hay un punto magnífico y destructivo –a la vez liberador– que se descubre con artes literarias y alquímicas, esto es, con una subjetividad de padecimiento y adivinación. Pero Aira convierte la catástrofe lamborghiniana en un juego etéreo, sin consecuencias visiblemente políticas, aunque con un pavoroso descubrimiento del punto maligno capaz de desarmar las apariencias convivenciales.

Buscar la superación del mito presupone el intento de refundar la sociedad nacional sin las figuras del antiguo panteón, esas rememoraciones recurrentes que balbucean el lenguaje de la reparación existencial argentina. Quizás El pasado, la novela de Alan Pauls, intenta radicalmente el recomienzo social de una elegía originaria, locura iniciática y lengua de pureza epifánica, que desea inaugurar con otro dolor alternativo el cese de la dinastía trágica argentina. El conjunto de la cultura nacional, no por sensata sino porque intuye que no puede pensarse en un vacío histórico, ha optado –sin embargo– por revisar las encrucijadas del pasado que permitiesen avizorar lo que en otras situaciones se ha conocido como “los tiempos nuevos”. Así lo ha hecho Fernando Solanas en todos estos años, a través del “epos popular” con modalidades que le deben mucho más que lo habitualmente aceptado a la saga martinfierresca. Así también lo ha hecho Leonardo Favio, con estilizaciones tomadas de retablos líricos de un medioevo imaginario y pastoral, con el que juzga asombrosamente el vía crucis nacional. La obra de Daniel Santoro, por su parte, cierra este cuarto de siglo cultural con la exacerbación de un cristianismo onírico y operístico, que parte de la herejía para llegar, si cabe, a los confines de autodestrucción reparadora del mito nacional por excelencia.

Su poder crítico es tan arrasador como el de la obra de León Ferrari, que le es opuesta y complementaria. El aire lamborghiniano –lo escribimos otra vez– que posee La pesca de Ricardo Bartís deja entender, a lo largo de estos trabajosos años, que hay un arte argentino, post borgeano, vanguardista, que sin confesarlo –la cultura, al fin proviene de un pudor forzado—, se confronta perplejamente con los mitos de reparación social, aceptándolos y sacudiéndolos salvajemente también. Nos hallamos hace tiempo en la fase en que se registran metódicamente las ruinas de una leyenda –como postulaba Nicolás Casullo—, mientras lo que suele llamarse “nuevas tendencias”, como es lógico, rechaza los territorios vanguardistas porque se prefiere ser maestro de la sospecha antes que artesano del abismo.

Mientras Favio es nuestro absoluto vanguardista, aquello otro que precisamente es festejado como una ruptura trascendente con el pasado, hasta el momento no ha logrado una espesura artística y conceptual como para justificar su drástica empresa de crítica a la “razón populista”. Si ésta se inspira inusitadamente en las más altas filosofías de la época, la crítica al historicismo artístico cuenta apenas con un puñado de escritores y artistas, que con ser muy buenos, no alcanzan para producir un escape decisivo de las poderosas mallas de la leyenda nacional. Lo que confirma que la cultura, si tal concepto puede esgrimirse unívocamente, es escape pero también un paciente escarbar en lo que el ánimo colectivo formula como inconcluso y no cicatrizado. Estas son algunas cosas que pueden decirse de estos sorprendentes y sorprendidos 25 años democráticos en la obra artística nacional.

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INTRODUCCION A LA NARRATIVA ARGENTINA EN DEMOCRACIA

Corte, sensación general y un par de puntas

La sensación podría ser que 25 años después la esperanza es más chica y eso debería tener expresión literaria. Y, sin embargo, es un país con una narrativa poderosa, más que antes. Aunque no tiene el reconocimiento social que sí hubo en los años anteriores.


Por Juan Sasturain

Cortes

No es fácil segmentar, hacer cortes significativos. Bah, sí: es fácil. Lo difícil es cortar bien, con criterio y perspectiva. Y poder explicarlo. Basta con mirar cómo en los distintos países cortan la vaca, la segmentan, para darse cuenta de a qué me refiero: algunos se saltean el asado, en otros es imposible localizar la carne para milanesas, repartida entre otros cortes. Agrupamientos, conjuntos, contracciones y distracciones. Y ni hablar de lo que pasa con el tiempo, periodizar cualquier aspecto de la actividad humana.

En este caso, la idea es ver qué pasó con la narrativa argentina durante los últimos 25 años, período record –Guinness de entrecasa, vergüenza propia– de democracia ininterrumpida. Porque el corte es (como se debe) por las coyunturas, pero políticas; no es un corte “literario”. Son cuestiones de dos órdenes diferentes; contenedor (un período político) y contenido (un conjunto de textos): ¿cuántas gallinas caben en un auto? Ahí está vidriosa la cosa.

Así, con el mismo criterio, se supone que se podría hablar del fútbol durante la democracia, de la moda o de la cocina durante el mismo período. Siempre se puede, son genéricamente fenómenos culturales, a los que la política, lo social y la economía tocan, determinan, condicionan incluso, según algunos. Habría que ver si –en este caso– el corte de la unidad democrática, de por sí, significa algo.

La verdad, no lo sé. Sólo me animo a describir algunas sensaciones. Lo que sí, no me parece pertinente oponer, consciente o inconscientemente, Dictadura y Democracia: los siete años de terrorismo de Estado al período tres veces más largo que llega hasta hoy. Se puede, como todo, pero creo que el sentido que derive de esa (falsa) oposición no es rico para pensar. Hay que imaginar este tramo en un contexto mayor, un dibujo más amplio.

Así, me parece que primero cabe consignar que acaso sea arbitrario cortar del ’83 al 2008 para que dé un número no redondo sino cuadrado o –mejor– una fracción, un porcentaje, un cuarto justo: de siglo pero también –topológicamente hablando– un cuarto de pollo, de pizza, de relatos diseminados en el tiempo. Y si nos proponemos como totalidad significativa la historia de la Argentina independiente –en año y pico ya está cerrado el ciclo y listos, con moño, los dos siglos– también podemos decir que consideramos acá el último octavo de ese período de doscientos años. Dividamos la literatura argentina en ocho pedacitos de 25 años a ver qué pasa.

¿O qué pasa si uno empieza la cuenta al revés? Me gustan los veinticinco inmediatamente anteriores, por ejemplo: del ’58 al ’83. De Frondizi a los últimos milicos: cuarto de siglo de alternancia casi regular de efímeros períodos de democracia de poco más o menos de tres años –Frondizi, Illia, Cámpora-Perón-Isabel– con sucesivas dictaduras cada vez más duras. Tal vez sea significativo ese corte: contraponer aquel cuarto inestable con éste más políticamente lisito. Otra vez, a ver qué pasa.

La otra –complementaria– es hacer un picado fino político, segmentar el segmento: dividir estos veinticinco en tres, por ejemplo: Alfonsín o los ochenta; Menem o los noventa y después la vuelta del siglo: del “que se vayan todos” a la actualidad. Y ahí fijarse, hacer listitas, ver cómo vienen los borrados.
La sensación

Esto va aparte. No sé qué les pasará a ustedes, lectores/escritores, mientras tratan de recordar, hacen cuentas, barajan mentalmente nombres y obras, autores y novelas de los ochenta para acá, pero a mí –no sé por qué: ya lo veré– todo me da un poquito de lástima. Vacilé un poco recién, lo reconozco, al escribir; pude poner que me daban ganas de llorar, que me daba bronca, vergüenza o cierta pena. También es cierto. Pero seamos cursis, es decir, verdaderos: no es la literatura o la narrativa argentina en particular lo que provoca esa sensación. Es el país. En todos los órdenes que importan, 25 años después del fin de la Dictadura, estamos peor. Más jodidos como sociedad, digo.

Tengo 63 años y no me puedo hacer el distraído –como lector primero, como escritor después, como argentino siempre y en general– porque he estado acá, soy parte de todo. Será por eso, entonces, que me da lástima.

Más finito: ¿de dónde proviene esa sensación? Creo tiene origen en la pérdida o –mejor– en la disminución sensible de un patrimonio espiritual (no quiero decir capital por razones obvias) difícil, muy dificultosamente renovable: la esperanza. Que viene con la fe y la caridad, según recuerdo de los frailes. Esperanza –ahora caigo que eran, las (tontas) esperanzas, el tercer miembro, junto a los (díscolos) cronopios y los (despreciables) famas la tercera pata, la menos vistosa, de la ejemplar fauna cortazariana–; esperanza, digo, lo que más hemos perdido, lo único importante que hemos ido perdiendo (además del patrimonio) en este último cuarto de siglo.

Y voy a hablar en primera persona por única vez de nuestra aberretada esperanza: estaba enterita y en casa, pendejísima; pero la privatizamos, la operamos, le hicimos las tetas y la nariz, la mediatizamos, la desapasionamos. Desnaturalizada, está irreconocible: la piba esperanza se confunde con el PBI, los números del riesgo país, las posibles inversiones extranjeras. Basta de (tomar, tomarse) medidas, de talles y modelos. Quiero decir: una sociedad no es una cuenta de resultados, una selva de índices. Pero vivimos como si lo fuera. Esa es la ideología. Y hoy nos toca vivir un tiempo –del que somos también responsables, quién si no– en que, con estos valores vigentes y machacados, nos cuesta imaginar posible, plausible, una sociedad mejor (más humana, feliz y justa) fuera de los putos números. Nada indica (verbo que viene de “índice”, claro) que los próximos años serán mejores; pero eso qué importa. Lo más patético no es eso, sino que tras un cuarto de siglo de democracia y de decisiones electorales soberanas tenemos la sensación de que hay un futuro (negro) que nos espera, y no de que hay un futuro modelable de acuerdo al tamaño de nuestra esperanza, como decía el yrigoyenista futuro maestro ciego. Me acuerdo ahora, alevosamente, de aquel comienzo vibrante del primer Scalabrini que leí sin entender demasiado: “Creer, he ahí toda la magia de la vida”. Pero basta de golpes bajos, al menos por ahora.

Quiero decir, y bajando o volviendo en este caso al tema de la literatura: una narrativa, un conjunto de relatos e historias, se define del mismo modo que la sociedad que lo genera y configura –también y sobre todo– por lo que es capaz de imaginar, de soñar, de conjeturar, de aventurar, si cabe el verbo que más me gusta al respecto.

Veamos qué ha pasado con eso en un período histórico de paulatina desesperanza generalizada. Para mí, la narrativa argentina de los últimos veinticinco años muestra una paradójica vitalidad, una creatividad casi desesperada que la coloca –acaso con cierto grado de inconsciencia– por encima de la media de un país en muchos aspectos pinchado y escéptico. Y al respecto, me interesa más lo que cree que lo que espera.

Un par de puntas

Cabe ahora tirar un par de puntas, que ya veo que serán más de dos, y un puñado de nombres sólo indicativos.

En principio, me parece que la narrativa argentina de los años de la democracia –comparada con el cuarto de siglo anterior– es más densa y compleja, más rica: tiene una mayor oferta de calidad literaria con autores de registro diverso. La media de corrección y excelencia ha subido. Hay cada vez más y mejores autores y textos. También es cierto que la calidad y cantidad de lectores no ha crecido en igual proporción.

En segundo lugar, y sin contradicción flagrante, me parece que –tomando otra vez como término de comparación el período anterior– esta rica narrativa argentina de la democracia no ha generado, en la sociedad en general, referencias –quiero decir escritores y obras– perdurables y trascendentes para el común, no ha habido un reconocimiento social más allá del ámbito estricto del campo literario. Pese a eso, o paralelamente, se han dado casos notables de venta y equívoca o genuina notoriedad que podrían confundirse con el reconocimiento. Sin embargo, son fenómenos de distinta naturaleza.

En tercer lugar, y sin que el doble fenómeno agote ni mucho menos la totalidad del espectro narrativo, se han podido detectar entre los autores y las obras del período –acaso por primera vez de manera tan manifiesta– dos actitudes o gestos, conscientes o no, muy frecuentes a la hora de escribir: apuntarle a un comprador y/o seducir a la crítica. Ambas actitudes serían deformaciones (propias de estos tiempos) del gesto básico y elemental, primario, de la busca del lector. Al contenidismo funcional de unos (elegir los temas más atractivos o alevosamente coyunturales) se opondría el formalismo más o menos experimental (entorpecer la transparencia del relato) de otros. El (falso) debate que enfrenta a claudicantes ante el Mercado y súbditos de la Academia, entendidos como espacios y conceptos en los que nadie quiere situarse pero sí espera colocar/confinar al otro, es la expresión más flagrante de esta tramposa cuestión.
Y la última: nunca ha quedado más claro que en este período que la literatura –y la narrativa en particular– no es sólo un modo de escribir, de usar las palabras, sino un modo de leer y de releer. Es evidente que son las prácticas de lectura y los modos de circulación de los textos –más o menos ingenuas o sofisticadas, abiertas o prejuiciosas– los que definen en última instancia el campo de lo literario reconocido como tal. Así, como en el período anterior –y en otros y en todos– han vuelto a producirse fenómenos de excelencia notable en la producción narrativa desde los confines del sistema, en sus bordes, que por “venir” de ahí, han tardado en ser reconocidos como tales. No es una excepción, sabemos hoy: es el modo como funcionan realmente estas cosas.

Así, para nombrar sólo a algunos que escribieron sus mejores obras en este período, cabe mencionar al voleo, entre los mayores de cuarenta, con una saludable diversidad a veces conflictiva o complementaria, a Piglia, Soriano, Saer, Fontanarrosa, Fogwill, Belgrano Rawson, Gorodischer, Gandolfo, Tizón, Dal Masetto, Cohen, Rivera, Saccomanno, Laiseca, Dolina, Trillo, Blaisten, Copi, Feinmann, Chitarroni, De Santis, Bizzio, Feiling, Shua, Guzmán, los dos Martínez, Uhart, Birmajer y un larguísimo etcétera –sesenta narradores perfectamente atendibles como los citados, de distintos registros consignaría yo–, lo que indica que la narrativa argentina del último cuarto de siglo goza de excelente y peleadora salud.


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EL ROCK ARGENTINO JUGO UN ROL CENTRAL EN LA RECUPERACION DE LA VIDA DEMOCRATICA

Ninguna bala parará este tren

Los militares se equivocaran y lo vieron como un enemigo con poca importancia. En la democracia todos los movimientos políticos quisieron tenerlo de aliado. Pero el rock se volcó sobre todo al movimiento de derechos humanos.

Por Eduardo Fabregat
El recuerdo del cronista se fija una y otra vez en un momento, un lugar, un clima determinados: es enero de 1984, y en un escenario que mira a las barrancas de Belgrano está Spinetta Jade. Luis Alberto Spinetta canta la flamante “Resumen porteño”, que cuenta que Ricky está listo, listo del bocho, y encima le tocó Marina (937), y dice que, en el río, usualmente solo flotan cuerpos a esta hora. El Flaco canta “Maribel se durmió”, su poema cantado a una desaparecida, y un estremecimiento recorre a la multitud. Una multitud módica para lo que será la convocatoria del rock argentino en los años por venir: una pequeña masa de gente que pestañea extrañada, se reconoce de las citas clandestinas cuando el afuera era la cárcel, jóvenes y veteranos que están entrenando los músculos en un deporte inusual: ganar la calle.
El rock argentino jugó un rol central en la recuperación de la vida democrática, y fue su enorme potencia artística lo que le permitió conseguirlo a pesar de sus propias debilidades, sus contradicciones, su forzado aprendizaje. Durante los años de plomo, el rock local tuvo a su favor el hecho de que los milicos nunca lo consideraron un enemigo de peso: lo vigilaron de cerca, sí, y lo presionaron con censuras y obligaron al exilio a más de un creador de su época primigenia. Pero la rama “cultural” de la cría de asesinos fue mucho más efectiva alimentando músicas idiotas, taponando con ellas el acceso a la difusión de una legión de creadores que debió conformarse con la maceración artesanal de un fermento diferente. Los cerebros de bota no supieron leer que las 60 mil personas que se materializaron en la Rural para ver a Seru Giran le estaban cantando “Alicia en el país” justamente a ellos, cobardes reinas de corazones aplastando un río de cabezas. El río no se detenía: ninguna bala parará este tren, sacaba pecho un pequeño gigante con apellido de anciano y espíritu eternamente joven.
Para cuando volvió a ganar la calle, el rock ya cargaba con los efectos de su primer gran conflicto ideológico: el malhadado Festival de la Solidaridad Latinoamericana dividió las aguas entre quienes confiaron en estar tendiendo una mano a los soldaditos mandados al muere por un borracho, y quienes interpretaron el gesto como un acto de colaboracionismo inútil. La prohibición del Comfer de emitir “cantables en inglés” por radio fue un espaldarazo que nadie quiso vivir con culpa: era hora que los canales se abrieran para un movimiento artístico que los merecía largamente. Pero aquel debate, que resurgiría esporádicamente con el correr de los años, fue reemplazado por otro de corte estético. Los dos primeros años de Alfonsín, la primavera democrática, fueron la explosión de otra forma de abordar el rock y otro mensaje, que volvió a establecer diferencias tajantes entre quienes se permitían un brote hedonista, de liberación, de festejo de la recuperación de los sentidos, y quienes no podían separar al género de una necesaria carga de mensaje ideológico, hasta político.
Argentina, país ciclotímico como pocos, hizo que en solo dos años, cuando se comprobó que no era tan fácil comer, curar y educar, que no era tan fácil limpiar tanta mugre subterránea, que habría que recorrer un largo camino hasta castigar tanto crimen, la negritud y el pesimismo ganaran el horizonte: el rock de 1986 estaba a años luz de la alegría imperante en aquella primavera. Para entonces, la diversificación estilística del rock argentino (y hablar de rock argentino es necesario: lo de rock nacional apesta a etiqueta milica, a nazional, a patrioterismo) era una certificación más de la exactitud de aquella frase del Abuelo. El rock ya no era un ghetto, era más que nunca la voz de un par de generaciones.
Si los militares lo consideraron un enemigo de poca monta, para la clase política de la flamante democracia el rock tuvo el efecto opuesto: todos lo querían de aliado, todos quisieron que llevara agua a su molino. Es por eso que en todos estos años hubo acercamientos y rechazos, utilizaciones con permiso (como en tantos eventos y campañas en los que los músicos vieron, antes que una adhesión real, otra forma de mostrarse ante el público) e intentos de apropiación. Con el correr del tiempo, el único movimiento al que la gente de la guitarra eléctrica quiso sumarse sin reservas fue el de los derechos humanos, una forma distinta de hacer política y fortalecer una democracia que hoy, aun con todas sus imperfecciones, se da por sentada.
Por lo demás, la diferencia entre aquellas cálidas noches de Barrancas de Belgrano y la actualidad suma varios abismos, en todos los órdenes. El rock argentino se profesionalizó a un nivel entonces impensado, conquistó Latinoamérica, multiplicó su fuerza interna, sedujo a los sellos discográficos y, cuando éstos demostraron que no estaban dispuestos a ceder más que una pequeña parte de la torta, motivó el desarrollo de una escena independiente que trató de hacer uso de sus propias herramientas; a menudo el debate estilístico mutó en bandería cuasi futbolística (el folklórico Almendra vs. Manal, o plásticos vs. comprometidos, llegó a niveles irracionales con la oposición Soda-Redondos), mientras los medios convertían al género en moneda corriente. Una y otra vez chocó con sus propias torpezas, y el ejemplo más funesto tuvo lugar en República Cromañón. Pero aquella potencia creativa siguió siendo su motor, que a veces reguló mal, a veces pareció detenido y otras pasado de revoluciones. Y sin embargo, en épocas oscuras y optimistas, rodeado de gente con buenas intenciones, chupasangres u oportunistas, siguió –sigue– dando pruebas de aquello que fue himno: No se desesperen, locos. Ninguna bala parará este tren.


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EL SIMBOLO DEL ARRIBO DE LA DEMOCRACIA SIGUE SIENDO TEATRO ABIERTO

La calle estaba muy dura

En la democracia el teatro ya no tenía enfrente al gran enemigo de la censura. Pensaron que perdería fuerza pero, en los ’90, la recuperación de la historia encarnó en muchas obras. La Ley Nacional del Teatro fue un triunfo de la democracia.

Por Hilda Cabrera

“A ver, che, si las anotan en la agenda, que la calle está dura.” Ese era el saludo –vía tarjeta del Día del Periodista– enviado en los ’90 por el director de un teatro nacional, dramaturgo y latinoamericanista que conoció el exilio. Entonces la calle estaba dura para una actividad que necesita imperiosamente del público. Se vivía en democracia y el pulso era de la calle. Ganarla después de la apertura democrática significaba dejar atrás los miedos y poner alas al deseo de libertad enraizado desde antes en la escena y expresado en obras metafóricas, poderosas y poéticas. El símbolo de ese tiempo anterior fue y sigue siendo Teatro Abierto 1981, ciclo que ganó calle y sala por el empuje de sus integrantes, la calidad de los trabajos y el fervor del público. A esa propuesta siguieron otras, y más obras para revisar el pasado (incluida la guerra de Malvinas) y transparentar un ideario esperanzado en el que se agolpaban preguntas.
¿Qué hacer? Lo de siempre: animar al público con trabajos nacidos de las ganas de expresarse y sin escatimar estilos. Renacieron grupos y se conformaron otros, de sala y calle, barriales, comunitarios. Algunos subsisten y son invitados a festivales internacionales. Todo esto en Buenos Aires y ciudades de provincia con tradición teatral, cuyos elencos sufrieron persecución. Claro que aquellos entusiasmos no fueron parejos ni la experiencia igual para los más jóvenes: pasaron años antes de que los estudiantes de teatro, salvo excepciones, adquirieran conciencia cívica. ¿Consecuencia de la eliminación de materias y la cesantía de profesores? Es probable que el desconocimiento, sumado al paso del tiempo y el gusto por otras formas de expresión, profundizara el rechazo hacia el teatro elaborado en años anteriores. Resultaba viejo para las nuevas generaciones de autores y para los directores-puestistas fascinados por la reinvención de la dramaturgia y el “teatro de imagen”. Fue así que algunos autores lastimados por el desdén se preguntaron si la palabra había perdido peso y la gente de teatro rehuía el compromiso. Se dijo incluso que sin el enemigo omnipresente (la censura) el teatro no tenía contra quién luchar.
Ese discurso acabó cuando divisaron otros enemigos vestidos de demócratas y cuando la nueva dramaturgia (que contó con agrupamientos e individualidades valiosos) abrió camino en la década del ’90, calificada de frívola, no tanto por las zonceras vertidas en espectáculos olvidables sino por el jolgorio encarnado en políticos, funcionarios y ciudadanos cómplices. Aun en ese contexto era posible generar anticuerpos y optar por comprometerse con la coyuntura sociopolítica o apresar otros aspectos de una democracia que era y sigue siendo tumultuosa e imperfecta. El antídoto es el básico en todo tiempo y lugar: defender la independencia del propio trabajo desde el aquí y ahora.
No existen paraísos en la democracia, tampoco garantía de justicia, pero estas falencias no impiden atravesar las distintas coyunturas con humor. De ahí la variedad de monólogos y sketches que desde la apertura subrayan las ruindades y torpezas de políticos y funcionarios encumbrados pero también las de los ciudadanos del llano. El humor y la pasión por la escena originaron bandas y grupos que mixturaron con gracia elementos del nuevo varieté y el clown, la comedia y el sainete, la música y la danza. Metidos en temas cómicos o serios, jugando con el lenguaje y el movimiento, sorprendieron a un público que les fue fiel.
Zarandeados por las reiteradas crisis económicas y las políticas culturales adversas, los teatristas supieron organizarse y vencer la indiferencia de los que estaban al frente de las instituciones. Esa batalla la dieron los independientes, imbatibles cuando decidían tomar por asalto el Congreso ante la sorpresa de empleados y políticos que, inspirados a la vista de tantas figuras prestigiosas allí reunidas, creían llegado el momento de mostrar ductilidad artística y recitar un soneto clásico. Arte mayor, sin duda. Fue así que entre idas y vueltas se logró en 1997 (después de cuarenta años de indiferencia ante los reclamos) la Ley Nacional de Teatro, y a partir de su sanción la creación del Instituto Nacional del Teatro que, con sus más y sus menos, produjo un importante cambio a nivel país, así como años más tarde Proteatro en el ámbito de la Ciudad Capital. Resucitadas las Fiestas Nacionales, se puso en marcha el primer Festival Internacional de Buenos Aires, discutido en materia de organización e invitados. La pionera en muestras internacionales fue la ciudad de Córdoba, que organizó con éxito su Festival Iberoamericano en 1984.
Con o sin apoyo la actividad teatral se expandió a los barrios, desarrollándose en espacios abandonados, como galpones y fábricas, o en el living de alguna casa. Antes no pudo frenarse el cierre y la demolición de teatros. En el período 1983 a 1991 cayeron alrededor de veinte, desde el modesto Parakultural hasta el histórico Odeón, de Corrientes y Esmeralda, visitado por celebridades del mundo. Inaugurado en 1891 y demolido en enero de 1991, pasó a ser playa de estacionamiento a pesar de haber ostentado la calificación de Monumento Histórico. Resolución que en 1987 firmó el entonces ministro de Educación Jorge Sábato.
En 2001, otro año de debâcle, la autogestión permitió reconstruir la geografía teatral de Buenos Aires. Los artistas multiplicaron roles: de modo que un autor era a la vez actor y director de su obra e incluso encargado o dueño de sala. Esto permitió la coexistencia de estéticas sin fricciones, y al público el acceso a obras de formato tradicional y de ruptura sin inútiles enojos de parte de los creadores. La tendencia a “pensar el teatro” fue en aumento. Se organizaron foros y encuentros para teorizar, y se alentaron cruzamientos y muestras con espectáculos que recuperaban con sentido político (no partidario) asuntos caros a la historia argentina, como la memoria, la identidad y el exilio. Algunos irritados han desvalorizado tales expresiones tildándolas de piezas para un catálogo de mártires. Otros, por el contrario, advierten que con estas puestas se ha ido recuperando una aspiración que desapareció con el golpe del 24 de marzo del ’76: tender un puente con los sectores vulnerados de la sociedad (a los que se acercó también aquel dramaturgo preocupado porque la calle estaba dura) para canalizar inquietudes desde el teatro.
Lo valioso de la escena del presente es la diversidad de estéticas y obras, sean éstas elaboradas o inconexas, artificiosas o pegadas a ciertas realidades, como aquellos trabajos que señalan actos impunes y humillaciones cotidianas que no son ya las de una dictadura sino las de una democracia sin justicia social. Un estado de cosas en el que se advierte el gusto por sondear secretos, derribar mitos y generar corrientes de sensibilidad que no pasen por el tamiz de los formadores de opinión adoradores del consenso, al que por variadas razones se confunde con libertad o pensamiento crítico.


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MERCEDES SOSA, SILVIO RODRIGUEZ Y PABLO MILANES EN LA LARGADA

El formidable envión del ‘84

La música popular fue asediada a la salida de la dictadura entre el reflejo combativo de los ‘70 y los empujes del neoliberalismo. Una pelea desigual en la que lograron despuntar intepretes como Peteco Carabajal o Liliana Herrero.

Por Fernando D´addario
El arte y la realidad política suelen discrepar con la voluntad (ajena) de marcar afinidades, coincidencias y consecuencias directas. Pero la necesidad de establecer referencias temporales obliga, en este caso, a buscar un punto de partida musical que coincida con el fin de la dictadura y el comienzo de la democracia. Hay dos momentos, relativamente cercanos a aquel 10 de diciembre de 1983, que pueden ser referenciados como “cortes epistemológicos”. Porque no cambiaron la música popular argentina en su esencia ni proyectaron nuevos rumbos estilísticos, pero reflejaron una configuración diferente en términos de confluencias genéricas y de receptividad por parte del público.
Estos momentos son: el regreso de Mercedes Sosa a los escenarios argentinos, concretado en febrero de 1982, y la visita de Silvio Rodríguez y Pablo Milanés en abril de 1984. En ambos casos, la coyuntura política incidió en los modos de producción y en las rutinas de consumo. Lejos de potenciar sus particularismos, la música se vio obligada a diluir sus diferencias a favor de un híbrido que contuviese a todos (o a casi todos). Ese híbrido, conocido perezosamente como “música popular”, hizo que, al abrigo de la Negra Sosa, confluyeran desde Charly García hasta Antonio Tarragó Ros, desde León Gieco hasta Rodolfo Mederos. En los míticos conciertos de Silvio y Pablo cerraron filas Víctor Heredia, Piero y el mismo Gieco. Un nuevo juego de complicidades, más político que musical, se hizo dueño de la escena durante la primavera alfonsinista. Este juego estaba guiado por una dialéctica que prometía síntesis superadoras: la reivindicación de un pasado de lucha en sintonía con la expectativa de un futuro mejor.
Lo que se produjo, finalmente, fue una cristalización de la mística de los ‘70, afianzada en la institucionalización del “target progre”. No bien se evaporó la euforia democrática, la música popular asistió, como estrategia de supervivencia, a sucesivos reciclajes de la vieja estética establecida. Paradójicamente, buena parte de la música que representaba a los sectores políticamente progresistas se volvía técnicamente “conservadora”. No se trataba de una claudicación. Frente al avance ideológico del neoliberalismo, era necesario defender ciertos valores, refugiarse en determinados códigos que sólo la izquierda estaba en condiciones de interpretar.
Por fuera de este abroquelamiento, los “géneros puros” (la expresión sólo sirve para diferenciarlos de aquel híbrido citado anteriormente, aunque está claro que la “pureza” es incompatible con todo proceso de creación musical) abrieron caminos diferenciados. Dentro del folklore, desprestigiado políticamente por la mansedumbre con que muchas de sus figuras más emblemáticas acompañaron la dictadura, comenzaron a filtrarse expresiones que sacudieron la inercia impuesta por “el boom de los ‘60”. De la confrontación necesaria entre tradición y modernidad, el folklore avanzó hacia renovadas formas expresivas, a través de artistas muy distintos entre sí: Peteco Carabajal, Liliana Herrero, Raúl Carnota, Manolo Juárez, entre otros. Con diversas herramientas formales enriquecieron conceptualmente el folklore pero, salvo en el caso de Peteco, esa apertura redujo drásticamente sus posibilidades de inserción en un mercado en franco proceso de polarización. La irrupción de Soledad, ya en pleno furor menemista, sinceró, al menos, la irreversible bifurcación de caminos. La industria musical, lejos de administrar esa diversidad, apostó a una nueva-vieja alianza de “gustos”: la del folklore y la música romántica.
El tango, durante la dictadura, había potenciado sus reflejos reactivos. No como política de resistencia pasiva al mal llamado “Proceso” (de hecho, la mayoría de los tangueros parece que vivió en una “burbuja” en ese período), sino en la modalidad de la autodefensa paranoica. Aún en los años ‘80, el tango todavía se sentía “invadido” por el espíritu del Club del Clan. El retorno de la democracia no cambió esa tendencia. Por el contrario, al achicarse (en todos los sentidos del término), optó por la museificación de sus arquetipos. Encerrado aquí en su patología arcaizante, encontró una salida al mar a través del espectáculo Tango argentino, que tuvo el mérito de mostrarle al mundo aquello que ya no pasaba en Buenos Aires. Este estado de las cosas radicalizó a los pocos músicos que buscaban caminos alternativos (acaso Rodolfo Mederos puede ser señalado como una figura distintiva en este aspecto, pero no la única), conscientes de una realidad más que atendible: si el tango ya no existía para el Dios del Mercado, entonces todo estaba permitido. Ya ni siquiera había un público masivo que pudiera darles la espalda. En otro plano de la escena, un puñado de figuras carismáticas (Roberto Goyeneche, Adriana Varela, entre otros) fueron protagonistas idóneos de una especie de simulacro de popularización del tango. Para no entrar en otros detalles, puede decirse, respecto del querido Polaco, que su canonización estuvo vinculada con mecanismos de identificación ajenos a la lógica del tango. El diseño moderno del Polaco-personaje-urbano estuvo atado, inclusive, a señales desvalorizadoras de la ortodoxia tanguera de su tiempo. Su “acercamiento” a los jóvenes fue consecuencia de su “decadencia canchera”, esa clase de declinación que algunos sectores consideran “glamorosa”.
En los últimos años un fenómeno curioso cambió las condiciones de intercambio: reinstalado como objeto de consumo turístico, el género produjo un crecimiento exponencial de la “mano de obra tanguera”. Entre las reformulaciones identitarias potenciadas después de la crisis del 2001, se destacó cierta reivindicación de las tradiciones del tango y de Buenos Aires. Surgieron cientos de agrupaciones “jóvenes”, que se vieron encerradas en una disyuntiva: la posibilidad de arriesgarse a nuevos lenguajes urbanos frente al imperativo de la industria cultural vinculada con el turismo, atenta a la reproducción eterna de las postales del 2x4. La dicotomía no está saldada.
A 25 años del regreso de la democracia, la música popular argentina no termina de sentirse libre.


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DOS DECADAS JUNTO A MIRTHA, MARCELO Y SUSANA EN LA ARGENTINA

Los atributos de una especie dominante

Por constancia, reiteración y énfasis, los dueños de la TV definieron los rasgos de la cultura de masas más allá de los alcances de una televisión de autor, muchas veces negando el país exterior y con la ilusión de que el tiempo no pasa.

Por Julián Gorodischer

Fueron marcando territorio desde fines de los años ’80, y todavía definen la agenda temática de lo que hablamos: nos referimos a la mesa de Mirtha, al living de Susana, al “certamen” de Tinelli. Los naturalizamos. Son el faro del ser televisivo: uno piensa en la televisión de los últimos 25 años y se aparecen como entes totalitarios: Susana, Mirtha, Tinelli. No es que no haya habido programas de autor, sobre todo en el humor a través de las décadas (los monólogos de Tato, las muletillas de Olmedo, las caricaturas de Juana Molina, los arquetipos sociales de Gasalla, el humor fou de Casero hasta llegar a las parodias de Diego Capusotto) pero los que controlan la baraja son los monstruos: le impusieron un pulso a la cultura de masas mediante una operación única de repetición de un esquema original que antepone un yo carismático a un contenido de calidad.
Como especie, consolidaron una lengua regida por unos pocos términos, contados modos de invocar “al público”, por ejemplo. La obsecuencia a la masa se demuestra mediante la reiteración persistente de fórmulas fijas aplicables a contextos variables: “Estás divino”, fue popularizado por Susana al responder a llamados telefónicos y al recibir invitados a su piso. La especie dominante se expresa mediante volumen y timbre altos, como si la transmisión se estuviera dando en ámbitos ruidosos para públicos dispersos. En el caso del varón, la actitud inicial era de un modelo de locutor de tipo radial (en sus primeros tiempos, detrás de un mostrador, sólo enfocado desde el pecho hacia arriba, poco lookeo, hablándole al “off”) y evolucionó hacia un tipo de presentador en movimiento que semeja al hombre de circo; se dirige como si estuviera en la carpa, voz en alto, mirada clavada “a lo lejos”, el grito como tono neutro y de ahí para arriba, no hay techo. Las mujeres no llegan a tanto; los énfasis están puestos en acrecentar la feminidad anquilosada de viejos manuales para señoritas, un estado del ser burbujeante y chisposo que hace que, pasados los 60 años, su paradoja sea seguir desplegando sobre sí mismas esos protocolos para quinceañeras, aun con mucha vida vivida: rubor en las mejillas, sonrosamiento como muestra de pudor, sonrisa como mueca fija, pollera por debajo de las rodillas, destinatarias únicas de la galantería masculina.
El respeto reverencial a la fórmula original que los popularizó hace diez, quince, veinte años habilitó modificaciones leves del decorado inicial (se agregan recursos de producción pero sobre un molde invariable: el mostrador de Videomatch, ahora asignado a “los jurados” de Showmatch, por ejemplo), el ya mencionado living con diván blanco de Susana, y la también nombrada mesa de gala con centro de flores de los almuerzos de Mirtha.
Si en ellos habita un talento, éste es la capacidad de congelar la moda y el contexto para que se adapte a “la situación originaria”. Complejos sistemas de normativas como el protocolo y el ceremonial han intentado domesticar sin suerte los cambios en las costumbres sociales. Ellos encerraron la “evolución” en un estudio de paredes blancas con fondos alternativos. Algunos rituales ayudan a fortalecer el estado máximo de quietud: invitan a sus debut de cada temporada a los mismos invitados, son evasivos y distantes para aludir a la coyuntura social y política, pero imitan los peores vicios del clientelismo bonaerense pagando en dinero o especias al destinatario (concursos varios) para que les sigan siendo fieles.
En el aspecto exclusivamente formal, imitan las rutinas del porno. De ahí parecen tomar la obligatoriedad de “rituales”; en la película porno es una sucesión de beso-fellatio-coito, codificados como una coreografía cronometrada, reglamentándose incluso dónde tiene que ir a parar el chorro, a qué distancia deberá enfocarlo la cámara, cuánto debe durar el plano del charquito. Esta especie de dominantes-televisivos está igualmente presa de una rutina de presentación de variedades y anuncios publicitarios. El rito de Tinelli (desnudar a una vedette, incitarla a frotarse contra el caño, arrancarle la pollera, presentar luego un analgésico) mantiene incluso una proximidad mayor con el triple X, también en cuanto a la trama.
Se infiere que conciben a la interrupción del ciclo “virtuoso” de la repetición del mismo modo en que el fóbico enfrenta lo desconocido: un fracaso de ribetes monumentales. Por eso, llegan al extremo de anunciar transmisiones en vivo y en directo (como se denunció este año sobre “Bailando por un sueño”) que en realidad fueron previamente grabadas. Nada hay más allá del vacío del “cambio”. El andar en espirales (reproduciendo todos los días una misma rutina) calma la angustia de incertidumbre, provee de una contención en el contexto siempre desarreglado de la economía. Como si pagaran un karma, recrean una pesadilla mayor a la narrada en El día de la marmota (con Bill Murray): en ese film el protagonista tenía la capacidad de revivir el mismo día a su antojo, variando el interior de una estructura siempre constante. Pero la especie dominante televisiva fue más allá y se autodeterminó también respecto a las formas de vivir el mismo día, y entonces se repetirán preguntas, entrevistados, números vivos, secuencias “artísticas” legitimados en argumentos que también se repiten con igual fruición. “El público se repite”, suele decir Mirtha.
Durante los últimos años se hicieron omnívoros. La voracidad no sólo los expandió en formatos diarios y sobrepasó los límites de la hora diaria de emisión sino que los llevó a devorarse a otras figuras que antes encabezaban sus propios espacios; se engulleron a mamá Cora, a Tortonese, a Carmen Barbieri, a Sofovich, a Moria y los pusieron a bailar para ellos, y en el caso de la vieja de Gasalla se logró un momento memorable: el arte del retrato se plasma con una precisión literaria en esa abuela hiperconectada que deviene a la “conectividad total” por contraste con su versión anterior de Esperando la carroza, alelada y barrial.
Nunca lo dicen pero podrían acreditarse ser “la fuente” de todo lo pretendidamente nuevo: los duelos públicos de Mirtha habrían alumbrado a la estética del reality show; los números circenses que exhibió Tinelli (pero al menos con alguna coherencia argumental: todos bailarines, todos patinadores) se plasman caóticamente en el actual Talento argentino, feria de variedades con menor esfuerzo argumental y filtro de la calidad que los desplegados en una fiesta escolar.
El rugido de la especie data del pasado reciente. Es ese momento en el que se pusieron de pie y ostentaron su poder a través de acciones como programar la final de uno de sus certámenes de baile para un día de elecciones nacionales. O durante la convulsión social de diciembre de 2001, cuando no se hizo ninguna mención a la crisis política y social. Incluso Jorge Rial transmitió móviles, en ese tiempo, desde las caceroleadas, no así los dominantes. La política, cuando se expresa en el living o en la mesa que los ampara, lo hace a través de sus voceros. No han desarrollado la función crítica, limitándose durante sus comentarios sobre cultura y espectáculos a recomendaciones y halagos promocionales para figuras que estén presentes.
La creación vigente de entidades tales como “el jurado” en el espacio de Tinelli parece menos inspirada en las instituciones de la vida democrática que en un Estado autoritario que castiga a través de concilios espontáneos con el exilio.
A veces parecería que el deseo latente es decretar la autonomía de sus naciones. Cuando avizoran un posible futuro a cargo de un virtual electorado se aferran a terminología vetusta, cargos que no existen más (“Yo querría ser intendente”, repite Mirtha cuando puede). Cuando miran hacia atrás no tienen menos arrugas. Su “presente continuo” se paga con inverosimilitud pero se premia con patrimonio. No organizarán celebraciones ni recordatorios especiales para los 25 años que se cumplen por estos días. No debería tomarse como una afrenta. En su mundo aparte no rigen efemérides, aniversarios ni ninguna medición simbólica del tiempo, tampoco para el plano más personal de sus respectivos cumpleaños.


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CON EL LEJANO RECUERDO DE TATO, EL CENSOR, Y SUS TIJERAS

Prohibido prohibir en democracia

El ex crítico de cine Miguel Paulino Tato, católico y ultramontano, dejó su marca en las películas que no pudimos ver o las que vimos cortadas. En 1984 se abolió el sistema de censura.

Por Luciano Monteagudo

Aunque hoy a alguien que acaba de cumplir 25 años le pueda parecer sencillamente impensable, nunca está demás recordar que hasta hace un cuarto de siglo había censura cinematográfica en la Argentina. Esto quiere decir que muchas películas estaban prohibidas en nuestro país, que no se podían ver, salvo quizás en alguna rara exhibición clandestina. Y que las que sí llegaban a exhibirse en muchos casos tenían cortes que lesionaban seriamente la obra y su coherencia narrativa, hasta volverla ininteligible.
Detrás de estos procedimientos de índole policial estaba el llamado Ente de Calificación Cinematográfica, un oscuro organismo dependiente del Ministerio del Interior dirigido por un ex crítico de cine llamado Miguel Paulino Tato. Católico ultramontano y viejo amigo de las dictaduras militares, Tato –desde sus oficinas en la avenida Entre Ríos al 100, atiborradas de latas con celuloide que llegaban hasta el baño– se ufanaba de su celo a la hora de las tijeras. Nada que le pudiera parecer moralmente ofensivo, tibiamente erótico o políticamente sospechoso –casi todo, por otra parte– tenía chance alguna de verse en el país. O se veía aligerado hasta la incomprensión.
Demás está decir que semejante censura –en una época en la que no existía aún la industria del videohome y ni siquiera se soñaba con la aparición de algo parecido al dvd o Internet– alimentaba la más férrea autocensura. ¿Qué distribuidor iba a arriesgarse a comprar en el exterior una película que luego podía terminar arrumbada en un armario o desfigurada si llegaba a las salas? Peor aún, ¿qué productor nacional se iba a animar a poner en marcha un proyecto que, si lograba sortear la burocracia del entonces Instituto Nacional de Cinematografía, presidido por un comodoro de la Fuerza Aérea, igualmente podía quedar atrapado en las redes del Ente?
Aunque no fue patrimonio exclusivo de la dictadura militar (de hecho, Tato volvió a su cetro –del que había sido expulsado en la primavera camporista– durante la presidencia de María Estela Martínez de Perón), la censura cinematográfica era por entonces la evidencia más flagrante del riguroso control del Estado sobre la circulación de ideas. Y por eso –y porque el cine todavía estaba entonces en el centro del debate intelectual y político, cosa que ya no sucede—, cuando llega la restauración democrática, uno de los gestos más fuertes a favor de la libertad de expresión fue la abolición de la censura cinematográfica, la única institucionalizada por otra parte, ya que de las otras censuras se ocupaban las listas negras y las desapariciones forzadas.
Una de las primeras, si no la primera decisión que toma Manuel Antín en 1983, cuando asume al frente del Instituto Nacional de Cinematografía, es intervenir el fatídico Ente de Calificación. Nombra allí al crítico Jorge Miguel Couselo con la instrucción expresa de “disolver” definitivamente el organismo y crear, ya bajo la esfera del Instituto de Cine, unas comisiones de calificación para protección a la minoridad, que son las que, con ligeros cambios, siguen funcionando hoy en día. El lema de entonces era prohibido prohibir. Y a tal punto que Antín se preocupó especialmente por cuidar cuestiones de semántica: allí donde decía “prohibida para mayores de 18 años” debió decirse (y costó borrar la bendita palabra del vocabulario no sólo de profesionales del medio sino también del público) “sólo apta para mayores de 18 años”.
Toda esta historia vieja, que vista hoy puede parecer ingenua e incluso inocua, no lo fue, por cierto. Había que acostumbrarse a la libertad, había que practicarla, y ponerla en acto aun en las sutilezas del lenguaje. Y el cine que se empezó a hacer en la Argentina de los primeros años de la democracia debió aprender ese ejercicio, en la mayoría de los casos a los tumbos, con los músculos todavía anquilosados después de tantos años de mordaza. Es por eso quizá que, a grandes trazos, toda la primera década del cine argentino en democracia (1984–1994) se caracterizó por un énfasis excesivo, por la necesidad de enunciar en voz alta y sin demasiadas sutilezas la experiencia traumática por la que se había atravesado.
Se miraba al pasado lejano para dar cuenta del pasado inmediato (Camila, Asesinato en el Senado de la Nación, La Rosales) o se retrocedía apenas unos años para narrar aquello que parecía inenarrable: la apropiación de menores (La historia oficial), la carnicería de Malvinas (Los chicos de la guerra), el secuestro y la tortura (La Noche de los Lápices), la experiencia del exilio (Tangos, el exilio de Gardel) o la militarización de la vida cotidiana (Cuarteles de invierno).
Con la salvedad del film de Solanas, que apelaba a una forma abierta y novedosa que el autor llamaba “tanguedia” y que luego profundizaría en Sur (donde en el destino de un hombre se creía ver el de todo un pueblo en su reencuentro con la democracia), el cine argentino más visto de este período utilizaba una narrativa convencional, casi antigua para los parámetros de su propia época. El tema solía imponerse rotundamente a la forma. Y salvo escasas excepciones –Hombre mirando al sudeste, Detrás de la tormenta– la mirada, el punto de atención, estaba puesta obsesivamente en el pasado, a todas luces traumático.
Recién a partir de 1995, con la explosión de las primeras Historias breves, aquella colección de cortos que marcaron el nacimiento de una nueva generación, el cine argentino empezó a pensar en tiempo presente. Los jóvenes directores que se asomaban a sus primeras películas ya no tenían por qué mirar hacia atrás: este trabajo ya estaba hecho, bien o mal esos gritos ya se habían dado. Pizza, birra, faso, Mundo grúa, La ciénaga o La libertad hablan de pronto, en cambio, en otro tono: prefieren el susurro e incluso el silencio. Las palabras ya no parecen salidas de la retórica de un guionista profesional sino directamente de la calle, del oído más fino aplicado a la vida cotidiana. El histrionismo de los actores provenientes del campo teatral –Luppi, Brandoni, Aleandro, Ranni– es reemplazado por la sutileza de actores recuperados del campo estrictamente cinematográfico (Graciela Borges, en un puente directo con Leonardo Favio, único referente común de esta generación) o, mejor aún, por personajes reales –El Rulo, el hachero Misael– capaces de entregar una noción de verdad que hasta entonces parecía ausente en las películas locales.
Lo que hace nuevo al Nuevo Cine Argentino no solo es la edad de sus realizadores, formados como tales en democracia, en festivales y escuelas especializadas que antes no podían existir. También lo es su manera de utilizar sus herramientas narrativas: hay una sofisticación creciente no sólo en sus recursos técnicos –fue esta generación la primera en descubrir aquí las posibilidades dramáticas del sonido– sino también en la escritura cinematográfica. Los personajes ya no fueron –nunca más, como tantas veces lo habían sido en el cine argentino– vehículos para que el director o el guionista pusiera en ellos, como si fueran títeres, sus propias palabras, su ideología y hasta su expresión de deseos. Los personajes tuvieron de aquí en más una entidad por sí mismos, una presencia real, capaz de reforzar una relación crítica con el presente. Y si alguna vez se vuelve a mirar al pasado –Los rubios, por caso– también se lo hace desde este tiempo presente, desde esta democracia sin censura que permite cuestionar no sólo sus instituciones (el propio Instituto de Cine) sino también la institucionalización de la memoria. No es poco.


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