Genocidio de pueblos originarios
Durante la denominada Campaña del Desierto se procedió a aplicar desde el Estado argentino un proceso genocida contra los pueblos originarios. Fundamentos para entender una práctica que tiene su continuidad.
CLAUDIA SALOMÓN TARQUINI*
Durante muchos años se pretendió mostrar una imagen de La Pampa como una isla en los años sangrientos de la dictadura de 1976-1983. Esta visión ha sido rebatida ya por varios trabajos que dan cuenta de la represión por esos años en estas tierras. Actualmente, organizaciones de pueblos originarios reclaman el reconocimiento de las políticas hacia sus antepasados como el primer genocidio en Argentina. ¿Es aplicable este concepto a lo que sucedió en Patagonia y la región pampeana? En este artículo sostenemos que sí lo es, y haremos referencia a prácticas llevadas a cabo en ese sentido en el territorio que se corresponde con la actual provincia de La Pampa.
¿Qué es y qué no es?
El artículo 2° de la Convención de las Naciones Unidas para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio, sancionada en 1948 establece que "se entiende por genocidio cualquiera de los actos mencionados a continuación, perpetrados con la intención de destruir total o parcialmente a un grupo nacional étnico, racial o religioso como tal: a) Matanza de miembros del grupo; b) Lesión grave a la integridad física o mental de los miembros del grupo; c) Sometimiento intencional del grupo a condiciones de existencia que hayan de acarrear su destrucción física, total o parcial; d) Medidas destinadas a impedir los nacimientos en el seno del grupo; e) Traslado por fuerza de niños de un grupo a otro grupo.
"Como señala Daniel Feierstein, director del Centro de Estudios sobre Genocidio en la Universidad Nacional de Tres de Febrero, es necesario ser cuidadosos para evitar aplicar el concepto a experiencias que a pesar de que las consideremos reprobables, no están orientadas a un proceso genocida. Para ejemplificar su punto de vista, el investigador analiza si es factible que consideremos como tales a las víctimas de las políticas neoliberales de los años 90 en Argentina, y concluye que no es posible extender de tal manera el concepto. En las prácticas sociales genocidas -explica este sociólogo- el Estado organiza una maquinaria de aniquilamiento sistemático de una fracción delimitada de la sociedad, elegida y seleccionada en función de su origen, ideas políticas o prácticas sociales. A diferencia de ellos, en las políticas neoliberales referidas, se trata de la implementación de una política económica en la que el estado se desentiende del destino de su población en pos de apoyar el incremento desmesurado de la ganancia de algunos grupos sociales.
Argumentos.
Ahora bien, si nos remontamos a los motivos de las campañas de 1878-1885 contra los pueblos originarios que habitaban la región pampeana y patagónica, alguien podría argumentar que -más que el exterminio de la población indígena- lo que se pretendía era obtener las tierras para garantizar extraordinarias rentas a determinados grupos de poder; y que, como estos pueblos no fueron eliminados físicamente en su totalidad, no sería posible hablar de genocidio. Contra este razonamiento sostenemos dos objeciones: en primer lugar, que no es factible categorizar una práctica genocida en función de los resultados (después de todo, el Holocausto tampoco eliminó físicamente a toda la población judía), sino de los objetivos y los dispositivos puestos en marcha para hacerlo. En segundo lugar, si bien es cierto que el objetivo en última instancia era incorporar las tierras al control nacional como un recurso fundamental, para buena parte de la elite argentina, era indispensable terminar con la inexistencia de grupos indígenas constituidos como tales -esto es, en agrupaciones autónomas-. Así, toda la maquinaria estatal se puso a disposición de eliminar -aunque no físicamente a la totalidad de la población- a las sociedades indígenas como tales. Veamos en qué consistieron estos dispositivos, con algunos ejemplos particulares de lo sucedido con las poblaciones que habitaban lo que años más tarde sería La Pampa. El lector podrá observar que varias de las prácticas mencionadas en el artículo 2° citado al inicio de este apartado, se encuentran presentes en esa triste historia.
Prácticas genocidas.
La más conocida de estas prácticas es por supuesto el exterminio físico. Entre mayo y diciembre de 1878 el ejército comandado por Julio A. Roca realizó 23 expediciones, en las que fueron ultimadas 398 personas, se tomaron prisioneros 901 lanceros y 3.668 miembros de sus familias. Meses después, durante 1879 fueron asesinados 1.313 lanceros, y tomados prisioneros más de 10.000 indígenas entre hombres, mujeres, niños y ancianos. En estas cifras no se incluyen los que fueron asesinados en persecuciones, muertos por hambre en el mismo territorio, o diezmados por las epidemias de viruela, que hicieron estragos entre la población nativa. A pesar de las versiones oficiales sobre "enfrentamientos" militares, el encierro en campos de concentración y fusilamientos también fue una práctica tristemente habitual en este contexto: los ranqueles recuerdan en particular la masacre de Pozo del Cuadril, en Villa Mercedes, ocurrida en octubre de 1878, cuando un grupo de lanceros fue a buscar las provisiones prometidas por un tratado de paz firmado meses antes. En esa ocasión, entre 50 ó 60 ranqueles fueron encerrados en un corral y fusilados a sangre fría, en un episodio que la prensa nacional resaltó escandalizada. Además de los campos de concentración cuya existencia se ha podido verificar en nordpatagonia, otras memorias de viajeros indican la presencia de campos de este tipo en la zona de Puán y de Bahía Blanca, donde los prisioneros esperaban su traslado hacia destinos laborales muy distantes. El campo de concentración más conocido fue el de la Isla Martín García.
Desde estos puntos, se proseguía con el desmembramiento de familias completas: los hombres adultos podían ser enviados a las distantes zafras azucarera, yerbatera y algodonera, o eran incorporados a la policía, el ejército y la marina. Como han demostrado investigaciones de José Carlos Depetris y de Diana Lenton, la presencia de pampas y ranqueles en los ingenios azucareros de Tucumán implicaba el trabajo en condiciones de esclavitud y el cambio de nombres, así como la represión de sus prácticas culturales. A su vez, los niños y mujeres eran distribuidos al servicio doméstico urbano de familias acomodadas de Córdoba y Buenos Aires.
Identidades rotas.
A la vez, fue común la supresión de los nombres indígenas y la clasificación de los nativos sobrevivientes y sus descendientes como "argentinos" en dos ocasiones de fundamental importancia: al bautizarlos, cuando se les imponía un nombre y apellido distinto en sustitución del original; y en los recuentos censales, considerándolos incluidos dentro la categoría argentino nativo. Este último procedimiento, sumado a un discurso que destacó la importancia efectiva del aporte inmigratorio, contribuyó a enmascarar la significación de la población de origen indígena, invisibilizando a sus miembros.
Por otro lado, la expropiación de sus tierras y la denegación sistemática a entregarles otras, era parte de una política que pretendía desconocer todo tipo de liderazgo indígena previo a 1878, y a la vez impedir que esta población se asentara en forma concentrada en determinados lugares. Los gobernadores del Territorio de La Pampa se negaron una y otra vez a hacer lugar a los pedidos de parcelas. Eduardo Pico sostenía en 1896, que "Permitírsele agruparse en la forma en que antes estuvieron y volver a la vida del aduar seria condenarlos a una perpetua barbarie. El aislamiento de su casta borraría inmediatamente las nociones de vida ordenada que han adquirido evitando las tendencias de sus espíritus salvajes. Las tribus no pueden, no deben existir dentro del orden nacional. Las que tubieron [sic] su asiento en este territorio se encuentran también dispersas diseminadas en los departamentos los individuos que las componían, allí viven felices, entregados a las faenas de campo amparados como los demás ciudadanos por las leyes protectoras de la Nación y divorciados por completo de la autoridad de los caciques sus antiguos gefes [sic]. /.../ la práctica ha demostrado lo perjudicial que son á los vecindarios las agrupaciones de indígenas, tanto en lo que se relaciona á sus intereses, cuanto en lo que concierne a sus costumbres y moralidad" (en expediente 1.150 letra D, del Departamento de Tierras, Colonias y Agricultura, "Díaz Francisco s/tierra para su tribu", Fondo Tierras, Archivo Histórico Provincial).
La cita contiene muchos de los elementos presentes en los discursos que justifican un genocidio: la necesidad de impedir el agrupamiento ("Las tribus no pueden, no deben existir dentro del orden nacional"), la destrucción de sus lazos sociales ("dispersas diseminadas en los departamentos", "divorciados por completo de la autoridad de los caciques"), la desvalorización de sus prácticas culturales ("las tendencias de sus espíritus salvajes"), la expropiación de sus recursos y la explotación laboral ("entregados a las faenas de campo"). Detrás del discurso del "progreso" y de la Argentina como "granero del mundo" estaban los exterminios, las familias desmembradas, los grupos dispersados.
Finalmente, otra de las prácticas habituales, y cuyos efectos continúan hasta la actualidad, fue la desvalorización de las prácticas culturales de los vencidos. Frente a éstas, se subrayó el carácter positivo de las que portarían los inmigrantes extranjeros, y la población indígena fue asociada a la haraganería y al consumo excesivo de alcohol. Enrique Stieben señalaba aún en 1939, en sus conferencias radiales, que los indígenas en La Pampa "van desapareciendo, debilitados por el alcohol, el tabaco y la miseria producida por su incapacidad técnica y su absoluta falta de cultura. Entendemos ahora por qué no fue suficiente ni aconsejable otorgar a las tribus tierras en posesión común. Tampoco habría sido útil otorgar escrituras a título individual sobre leguas y más leguas. Los indios padecían una completa falta de las nociones de orden, administración doméstica y trabajo".
El genocidio continúa.
Matanzas como la de Pozo del Cuadril u otras similares de las últimas décadas del siglo XIX no fueron las últimas realizadas contra pueblos originarios en Argentina. En julio de 1924 tuvo lugar la masacre de Napalpí, contra tobas y mocovíes, en el Territorio Nacional del Chaco, bajo la presidencia de Marcelo T. de Alvear (más de doscientos muertos), y en octubre de 1947 la matanza de La Bomba, contra los pilagá en el Territorio Nacional de Formosa, durante la presidencia de Juan Domingo Perón. Esta última se inició con el fusilamiento de cientos de personas por parte de Gendarmería Nacional, y las persecuciones de sobrevivientes para rematarlos se prolongaron por diez días. Hasta la actualidad, se desconoce el número de víctimas, aunque se estima en varios centenares. Ninguno de los dos casos fueron "excesos" de dictaduras o de fuerzas armadas: son ejemplos de una larga lista de los procesos sociales genocidas instrumentados sistemáticamente contra los pueblos originarios con el objetivo de que nada perturbara la homogeneización social y la explotación laboral. La pregunta es entonces qué tipo de sociedad se había construido para entonces que permitía la permanencia de estas prácticas. Como demuestran varios investigadores, el exterminio físico es una etapa del proceso genocida que para ser legitimada debe ser precedida por construcciones discursivas que nieguen condiciones de humanidad al otro, lo hostiguen, lo aíslen y finalmente justifiquen el ataque contra ellos. Quizás las discusiones sobre Roca y sus contribuciones al Estado nación en construcción resultan incómodas porque nos devuelven una imagen difícil de aceptar como argentinos. Esta imagen no sólo negaba la posibilidad de incorporar a otros distintos en la construcción de la nación, sino que fundaba la legitimidad de prácticas de exterminio de estos otros. Y lo incómodo es la persistencia de esta negación, que siguió siendo aceptada por buena parte de la sociedad argentina -especialmente la que miraba a Europa como modelo a seguir-, y es recreada cada vez que quien no es indígena se arroga el derecho de poner límites y establecer quién es indígena y quién no lo es, habla de "indios inventados", o resta legitimidad a sus reclamos. Cada vez que alguien se identifica como indígena en Argentina y otros le niegan su derecho a hacerlo argumentando que los indígenas fueron exterminados, que en todo caso son "descendientes" pero no "verdaderos indígenas", las prácticas genocidas vuelven a mostrar su prolongada eficacia.
*Historiadora. UNLPam-Conicet
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laarena
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