Opinion
La economía ecológica de Georgescu-Roegen
por OSVALDO ALVAREZ GUERRERO
Especial para "Río Negro"
De todas las ciencias y disciplinas hoy más trajinadas, es la ecología la más directamente vinculada con las catástrofes. La ecología política y su hermana la bioeconomía representan para muchos la avanzada innovadora, y para otros la reacción conservadora y la vuelta a la naturaleza preindustrial. Es una polémica que se justifica frente a los desafíos que enfrenta el esquizofrénico crecimiento económico y la preservación de los recursos naturales, planetariamente considerados en un marco de justicia, libertad y seguridad para todos los habitantes de la Tierra. Los problemas candentes se plantean hoy en torno de la energía y el agua, cuyo uso, preservación y administración son responsabilidades políticas de todos los habitantes del planeta.
La conciliación de la economía con la ecología es ya una necesidad admitida, aunque poco practicada. En este contexto, la figura durante mucho tiempo olvidada o ignorada del economista y matemático Nicholas Georgescu-Roegen (1906-1994), al cumplirse el centenario de su nacimiento, resurge como base fundacional y prospectiva de la ecología económica. La ecología es la intersección de la geografía, la meteorología, la botánica, la zoología, la geoquímica, la zoología y la antropología. Y ese cruce de saberes parciales se conecta, finalmente, con la política, lo que da nacimiento a la llamada ecología política.
Es significativo que estas disciplinas proféticas tengan un aspecto tan sombrío. Georgescu-Roegen fue muchas veces acusado de pesimista por sus adversarios académicos. También lo es uno de sus seguidores, James Lovelock, el autor de la teoría de la Gaia, según la cual la Tierra es un todo que se autorregula: hace poco afirmó que en el 2050 Londres y muchas regiones costeras del mundo se inundarán, ante el derretimiento del polo ártico. Y que a fines de este siglo habrá muy pocos sobrevivientes en nuestro planeta. Nadie dijo que estaba loco.
Es notable que, en ese marco para nada gracioso, tanto Georgescu-Roegen como Lovelock, personas de distinguida cultura humanista, hayan siempre enaltecido la dignidad de la persona humana y que el placer del bien vivir y el derecho a la felicidad hayan guiado a veces con un fino humor sus investigaciones científicas. Georgescu fue muy elogiado por Paul Salmueson, Premio Nobel de Economía, quien decía del profesor rumano que era un "maestro de maestros". Sin embargo, sus obras han sido respetuosamente recibidas y rápidamente dejadas de lado por los "expertos".
Georgescu-Roegen era economista, doctorado en Bucarest y licenciado en Estadística en la Universidad de París en 1930. Debió emigrar como exiliado político de su país natal en 1948 y terminó realizando una brillante carrera como profesor titular de Economía en Harvard e invitado en varias universidades del mundo. En 1970 comenzó a mostrar su heterodoxia en una importante y rigurosa investigación sobre los fundamentos de la economía: "El análisis económico: temas y problemas". Pero la obra que trazó los lineamientos de un cambio radical en los estudios económicos, es su famoso tratado "La ley de la Entropía y el proceso económico", publicado por la Universidad de Harvard en 1971. Constituye un trabajo sólido, hoy ya un clásico y una obra capital para la ciencia en general y para la economía en particular.
Georgescu denuncia en esa obra un error central en el pensamiento económico occidental, tanto en el capitalismo como en el comunismo: la concepción mecanicista, con sus consecuencias tecnológicas y económicas, –dice– constituye la fuente principal de la crisis ecológica, social y política de las expectativas de crecimiento ilimitado. Esos modelos mecanicistas no son adecuados para analizar el proceso económico. Este –afirma Georgescu– debe incluir los factores naturales. Y por ello está sujeto a la segunda ley de la termodinámica, que estudia los procesos en los que el calor se convierte en distintas formas de energía y viceversa. De este principio físico se infiere y deriva la técnica de todas las máquinas a vapor o a explosión. A él recurre Georgescu: básicamente, establece que la energía se conserva en cantidad, pero se degrada en calidad, cumpliendo así el fenómeno de la entropía o del desorden progresivo.
La revolución de Georgescu consiste fundamentalmente en una manera absolutamente distinta de considerar el flujo del proceso económico respecto de la economía clásica. Según esta última, ese flujo es circular: va desde las industrias a los hogares, y viceversa, sin entradas ni salidas de ese sistema de circuito cerrado. Georgescu dice que ese diagrama circular sirve para describir una sociedad mercantil, un permanente intercambio que se produce en su mismo seno y sin ninguna intervención de otros factores que están fuera del sistema. Al no considerar la dependencia del flujo económico respecto del entorno natural y del medio ambiente, ese diseño falla totalmente para examinar la producción y el consumo de mercancías.
Georgescu utiliza una metáfora para la crítica de esta concepción: es como estudiar el aparato circulatorio de un animal cualquiera, sin mencionar el aparato digestivo. Así, el aparato circulatorio pasa a ser una especie de máquina en perpetuo movimiento. Pero en la vida real, alega, los animales tienen sistemas digestivos que se conectan con el ambiente en ambas puntas: continuamente toman materias de baja entropía. Y expiden materia con alta entropía. A mayor entropía, mayor desorden y cuanto menor, menor es el desorden. Además, ésta produce irreversibilidad. Nunca se retorna a la situación inicial.
La economía industrialista sólo tenía en cuenta el aparato circulatorio (tanto en la economía socialista como en la clásica y neoclásica.) El esquema de Georgescu es diferente: el flujo de materia y energía proviene de las fuentes ambientales, pasa a través de las industrias y los hogares, y se evacua al ambiente por una boca de salida. Es decir, por un lado entran las materias primas –los recursos naturales– y por otro salen los residuos degradados y degradantes. No puede haber un sistema económico sin la existencia de ese flujo entrópico, cuyos cambios son irreversibles y cualitativos.
De manera que las economías altamente industrializadas son dependientes de recursos de baja entropía, que son bastante escasos (los hidrocarburos, las aguas potables, las tierras fértiles.) La polución y el agotamiento son consecuencias esperables y previsibles, no externalidades sorprendentes como lo pretende el diagrama del flujo circular de la economía clásica.
Es cierto que la permanente introducción de nuevas tecnologías puede producir adaptaciones convenientes en la relación de la sociedad humana con la naturaleza, y demorar así la alta entropía. Pero hasta ahora, la experiencia demuestra que, concebidas para lograr simplemente más producción, beneficiando al presente pero a expensas del futuro, esas tecnologías resultan notoriamente insuficientes para agregar calidad de vida y beneficiar de ese modo, y con ese propósito, el futuro y el presente a la vez. Ello implica una nueva práctica política con el objetivo de asegurar la más satisfactoria organización de nuestro hábitat común, la Tierra, y la armoniosa convivencia de los seres humanos en su relación con la naturaleza.
Tanto en los países ricos como en los pobres, las cuentas de la nación se calculan teniendo presente la depreciación de los bienes de capital (máquinas, elementos artificiales, etc.), pero no se tienen en cuenta la depreciación y el desgaste de los recursos naturales. Un país puede agotar sus minas, talar totalmente sus bosques, erosionar o contaminar sus suelos, infectar sus aguas, terminar con la vida silvestre y con los recursos pesqueros, mientras sus cuentas nacionales registran crecimiento y prosperidad. Como decía Keneth Galbraith en una de sus frecuentes ironías: "Cuando el último hombre, en el último atasco de tránsito en la autopista, respire el último humo de plomo, sin duda estará contento de saber que el Producto Bruto Interno ha crecido una última unidad".
Las teorías de Georgescu subvierten sustancialmente el orden económico capitalista, al sostener que el capital no puede jamás sustituir a los recursos naturales. Pensar lo contrario es tan absurdo, dice, como imaginar que se puede hacer una casa igual de grande con el doble de serruchos y martillos, y la mitad de la madera. Los países pobres, sostenía, no podrán salir de la pobreza, aunque quizás puedan disimularla cuantitativamente, pero agigantarán las diferencias y las brechas entre ricos y pobres si simplemente se ocupan de seguir dando vuelta más velozmente las manijas, las roldanas y las ruedas del diagrama circular del crecimiento sin límites. Por el contrario, deberán distribuir las riquezas, previa su apropiación social, controlar la población y repensar el ritmo y la forma de la utilización de sus recursos.
Algunos de sus discípulos más radicalizados sostienen la política del de-crecimiento, en oposición al crecimiento ilimitado.
Hace más de treinta años que Georgescu propuso "la conservación y cuidado de la naturaleza", evitando lo que llamó "la usura de la depredación de la explotación capitalista, el hiper-productivismo y el hiper -consumo". Sus ideas no han sido científicamente rebatidas. Cada vez parecen ser más sólidas, congruentes y consistentemente innovadoras. Su obra es una referencia impostergable para modificar los enfoques y las políticas económicas, porque origina problemas cada vez más complejos, que no se resuelven con más guerras, con el refugio en nacionalismos extremos, con los ruegos religiosos, ni con la construcción de murallas y nuevas fronteras para evitar la invasión de los pobres y excluidos.
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