domingo, 21 de diciembre de 2008

SIETE AÑOS DEL ESTALLIDO SOCIAL DEL 19 Y 20 DE DICIEMBRE, UN TESTIGO CUENTA COMO LO HIRIERON Y LOS CRIMENES QUE VIO 21-12-08

A SIETE AÑOS DEL ESTALLIDO SOCIAL DEL 19 Y 20 DE DICIEMBRE, UN TESTIGO CUENTA COMO LO HIRIERON Y LOS CRIMENES QUE VIO
“Mataron gente a mi lado y no hay culpables”


Damián Aquino sufrió la represión en los alrededores de Plaza de Mayo. A su lado fue asesinado Gustavo Benedetto y lo hirieron “con la misma ráfaga que mató a Diego Lamagna”. Hoy reclama que se condene a los responsables y dice que está dispuesto a declarar.

Por Adriana Meyer

El 20 de diciembre de 2001 lo balearon dos veces y presenció tres de los cinco asesinatos de la feroz represión policial con que el gobierno de la Alianza en retirada intentó apagar la rebelión popular. “Desde el que dio la orden hasta el que pensó que ese día tenía plomo libre, todos tienen que ir presos”, dice Damián Aquino. Su trabajo era disfrazarse de Papá Noel en una campaña de recolección de juguetes para chicos pobres, pero ese día la actividad había sido suspendida y, cuando volvía a su casa, quedó en medio de los gases y las corridas, hasta que lo hirieron en la pierna “con la misma ráfaga que mató a Diego Lamagna”. Sobrevivió para contarlo y confiesa que se fortaleció para las nuevas pruebas que tuvo que afrontar.

Aquino es alto y corpulento, tiene 33 años y vive en Lanús desde siempre. Jugó al basquet y al rugby, y aunque dice que no es futbolero se define hincha del equipo granate, “a muerte”. Tiene dos hermanos varones, es profesor de inglés y organiza eventos en un salón de fiestas. En abril del año pasado, mientras trabajaba en un boliche, le pegaron cinco tiros durante una discusión con un cliente. “Estos no eran de la cana, además ya me agarraron más fuerte, sólo me preocupaba quedar con algún daño físico, pero mentalmente estaba preparado para tomarlo como algo más de la vida”, dice, y muestra las cicatrices en distintas partes de su cuerpo. Mientras se estaba reponiendo, lo invitaron a participar de un reality show de supervivencia. “Después de siete tiros y de sobrevivir, ¿cómo no voy a ir? Me anoté, era el programa El Conquistador del Fin del Mundo, y quedé cuarto”, cuenta. No fue su única participación televisiva. “Una cosa lleva a la otra, así que me ofrecieron entrar al programa Cuestión de peso. Me ayudaron a bajar 30 kilos, pero ahora ya está, basta de medios, quiero seguir con mi vida”, dice a Página/12.
Esa fortaleza vino después del tratamiento psicológico que debió hacer porque el trauma de la masacre que vivió en 2001 lo llevó a encerrarse tres meses, con fobias, ataques de pánico y depresión. “Nadie jamás de ningún organismo oficial se acercó a ofrecerme ayuda. Son muchas las broncas que tengo guardadas y no me quiero callar más”, escribió en una carta que envió a este diario. “Ustedes siguieron la causa, los demás escriben una columnita para el aniversario”, explica.

–¿Por qué el 20 de diciembre terminaste en medio de los tiros?

–Estaba trabajando en una campaña de Coca-Cola para una empresa que me había contratado. Tenía que hacer de Papá Noel, doy el tipo porque soy blanco y gordito, en un puesto frente a ATC y las promotoras pedían un alimento o un juguete a cambio de una foto conmigo disfrazado. Me encantan los chicos, tengo una ahijada, es algo que disfruto. Mientras iba hacia allá, vi que por la 9 de Julio había disturbios, gases lacrimógenos. Cuando llegué, me dijeron que se suspendía todo por el clima de saqueos. Cuando volvía a mi casa pasé de nuevo por la 9 de Julio y ahí empezó todo.

–¿Tenías claro que había una protesta?

–No tenía pensado ir a protestar. Cuando llego a 9 de Julio y Avenida de Mayo era tanto el lío que varios policías motorizados y a caballo me tiraron de la moto al pasar. Era una moto grande, chopera y el calor del caño de escape me quemó la pierna. Era un ida y vuelta de gente que corría, un caos, un avanzar con piedras y retroceder por las balas. Venían oleadas de policías en moto, en patrulleros y de a pie. La policía tiraba y los manifestantes trataban de avanzar o de volver. Ahí era tanta la bronca que me quedé. Había gente de camisa y corbata, chicas, señoras, y me indignó mucho ver cómo la policía le pegaba a la gente que pasaba caminando.

–¿Cómo fue que te hirieron?

–Cuando volví a casa no sabía que tenía un perdigón, después me enteré de que estaba a dos centímetros de la arteria. Ninguno de los dos tiros me sangró. Después el médico me dijo que, como jugué al rugby, tengo mucha masa muscular que ayudó a absorber el impacto. Me acuerdo que cuando me pegaron el perdigón de plomo en la cara interna del muslo izquierdo, que pensé que era de goma, cae al lado mío un muchacho flaquito en cueros, con un disparo en el cuello. En la tapa de Clarín del 21 de diciembre estoy al lado de Diego Lamagna, porque la misma ráfaga que me pega a mí a él le da en el cuello, cae y muere. Vino la ambulancia, lo intentan reanimar, y la policía seguía pegando. Un muchacho venía en una moto y lo veo que cae porque uno de los policías venía corriendo y tirando para atrás. Se estaba ahogando tirado en el piso. Las ambulancias no entraban a Avenida de Mayo, lo llevaron entre varios. Nunca me voy a olvidar que a un manifestante se le tiró un policía en moto y, mientras otro le pegaba, el de la moto lo aplastaba intentando quemarlo con el motor, al lado de la boca del subte.

–¿Qué pasó después?

–Había ratos de tranquilidad, mientras la policía daba la vuelta y recargaba. Ya en ese momento tenía una bronca terrible, quería comerme un policía crudo, no sabía ni dónde había dejado la moto, y pensé “me voy a Plaza de Mayo, algo hay que hacer”. Lo que vi ese día no me lo voy a olvidar jamás. Cuando la gente logró avanzar llegamos hasta la esquina del (banco) HSBC. Estoy en las filmaciones, mi anatomía es muy visible. Un grupo de manifestantes le estaba pegando al vidrio y, después de unos segundos, entraron a salir balas, era increíble cómo se agujereó ese vidrio. Empezamos a correr hacia la Plaza y en eso escucho un muchacho que grita “ay”. Cuando miro, tenía la cabeza reventada, después me entero de que era (Gustavo) Benedetto. A esa altura todo era surrealista, yo decía “esto es una guerra, se fue todo a la mierda”. En mi vida pensé que iba a ver eso, no sabía en qué terminaba, “nos van a matar a todos”, pensé. Ese día aprendí que no hay que mojarse la cara con los gases porque es peor. Y, cuando me estaba yendo, siento el segundo impacto, que me entra por afuera de la pierna. Me tira y ahí sí supe que era un balazo porque me tocaba y sentía el agujero en la carne. En la ecografía salió que tengo dos centímetros de plomo adentro, el otro es más chico. Entre los manifestantes nos ayudábamos a levantarnos y seguir, la policía seguía pegando y tirando gases, te pasaban con las motos por encima. Encontré mi moto, arrancó y me fui a atender en el Hospital Vecinal de Lanús, acá están los certificados (los muestra).

–¿Cómo siguió su vida?

–Pasaron las Fiestas, ese año sin fiesta. Al principio no me caía la ficha. Luego me empecé a plantear por qué pasan estas cosas... A esta gente no le importó la vida de nadie y no había nadie preso. Fue decir “salgan y maten”, como cuando alguien suelta a un rottweiller y le dice “atacá”. Después me enteré que en el país había habido más muertos. Me preguntaba quién dio la orden, porque fue como una zona liberada. Con el tiempo dijeron que pasaba un auto blanco, en ningún momento vi eso. Fue la policía la que tiraba, yo lo vi, a mí no me lo cuenta nadie. No sé si de tanto ver las imágenes o por lo cerca que estuve de que a mí me peguen un tiro y quedarme seco empecé a tener ataques de pánico. Me creía que era fuerte porque había jugado al rugby, hasta que me vi el agujero en la pierna. Cerré toda mi casa, empecé a pensar en que había algo detrás de todo esto, que la policía me iba a venir a buscar porque aparecí en las filmaciones. Me acosté y me temblaba el cuerpo, sentía golpes como de electricidad, como un ataque cardíaco. Tuve varios ataques, dejé de salir a la calle, suspendí las clases con alumnos de inglés, no veía a mis amigos, ni a mi familia. Fueron tres meses encerrado. Cuando me di cuenta de que estaba afectando a mis padres, intenté reponerme y pedí ayuda psicológica. En el Vecinal de Lanús empecé un tratamiento. Tenía trastorno de ansiedad y pánico, estrés postraumático y depresión. La doctora María Bruno me ayudó muchísimo. La primera consulta llegué llorando, tenía miedo a la gente, mi mamá también lloraba y ella nos calmó.

–¿Cómo fue que decidió ir a declarar?

–En forma voluntaria cuando vi a la hermana de Lamagna por televisión pidiendo testigos de lo que había pasado, en el noticiero de Canal 9. En ese momento no tenía un mango, tuve que vender la moto, me acuerdo que (el ex presidente Néstor) Kirchner mandó al Congreso un proyecto de ley de indemnizaciones pero los diputados no la aprobaron, querían incluir, y bien está, a Kosteki y Santillán. Pero no me interesa la plata, quiero ver a estos tipos presos, a (el oficial Víctor) Belloni preso, al que le dio la orden, que no sé si fue (Enrique) Mathov o (Rubén) Santos, porque (Fernando) De la Rúa a esa altura no podía decidir ni lo que comía al mediodía. Quiero ver preso al tipo que me pegó los tiros, al que mató a Lamagna, a los 37 muertos. La indemnización no me importa.

–¿En ese momento necesitó la ayuda?

–Claro, una asistente social o una psicóloga en mi casa. Recibí ayuda del Estado, pero porque fui al Vecinal de Lanús no porque me la hayan ofrecido. Nunca le vi la cara ni a (la jueza María) Servini de Cubría, ni a Comparatore (Luis, fiscal). Al único que vi fue a Evers (Patricio, también fiscal) y al abogado de la policía que me basureó y menospreció cuando declaré.

–Ahora que Santos y Mathov van a juicio, ¿va a declarar de nuevo?

–No tengo problema. Me gustaría preguntarles por qué se tiran la pelota uno a otro. Había un estado de sitio, ok. Pero hubo una orden de que nadie pise la Plaza de Mayo, ¿quién dio esa orden? ¿Tenían miedo que copen la Casa Rosada? Los gases que tiraron estaban vencidos desde hacía diez años, pero lo grave es que nos tiraron con plomo. Entonces, desde el que dio la orden para abajo que vayan todos presos. Si es para hacer justicia, estoy dispuesto a volver a declarar. Los que tomaron la causa dijeron que iban a reconstruir todo, pero nunca me llamaron.

–¿Pudo rearmar su vida?

–A pesar de todo el trauma, la vida sigue. Quizá lo del 20 de diciembre sirvió para que luego, con lo de Kosteki y Santillán, haya alguien preso. Yo no estoy ni del lado de la protesta sin sentido ni del lado de las fuerzas policiales que tiran con balas de plomo cuando no deberían. No quiero la anarquía ni el régimen militar. Yo iba a trabajar, me pegaron dos tiros, mataron gente a mi lado y no hay ningún culpable.

–¿Hay algo que no le haya preguntado?

–No, tan sólo quiero decir que me hubiera gustado conocer a la familia de Lamagna, y de quienes fueron asesinados cerca mío. Eso me quedó pendiente.
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Los que (no) se fueron y lo que quedó

Por Eduardo Grüner *




¿Un “balance”, a siete años, del significado del 19/20 de diciembre? La empresa es enormemente compleja, no sólo porque ese acontecimiento, en sí mismo, lo es –no basta celebrar esas celebrables jornadas de lucha para realmente “comprenderlas”–, sino porque, desde luego, su carácter de condensación sintomática de la historia de los 20 años anteriores compromete muchísimo más que esa “coyuntura”. En estos días en que se recuerda casi simultáneamente el colapso del 2001 y el cumplimiento de un cuarto de siglo desde el “retorno” de la democracia, no ha habido muchos análisis sobre la relación entre ambos sucesos. Quiero decir: ¿qué tipo de “retorno democrático”, en 1983, se vincula –con todas las mediaciones del caso– con el (necesariamente) frustrado “que se vayan todos” de 2001? El incondicional festejo por aquel “retorno” (vacilo, ya se verá por qué, en llamarlo “recuperación”) democrático no debería, sin embargo, impedirnos el examen crítico de las condiciones objetivas de esa bienvenida “primavera”. No tenemos espacio aquí más que para una esquemática taquigrafía, pero no estaría mal ensayarla. En primer lugar –esto se ha dicho una y mil veces– las profundas transformaciones “neoliberales” de la economía y la sociedad argentinas –para garantizar las cuales se instaló la sangrienta dictadura militar– permanecieron intocadas, e incluso, en cierto sentido, se profundizaron en la década del menemato. Ese “proceso” (que en este sentido va de 1976 a 2001, y en lo esencial continúa) alteró sustantivamente la cultura política (y aun la “psicología social”) argentina. Contrariamente a lo que tanto se ha repetido, no es exacto que se hayan destruido los “lazos sociales”. Mucho peor (porque, como diría Foucault, el poder no sólo impide, sino que, sobre todo, produce), se re-inventaron esos lazos: la competencia salvaje, la guerra de todos contra todos, el individualismo posesivo, todo eso son “lazos sociales”.

Por otra parte –también se ha dicho hasta el hartazgo– la causa eficiente y más o menos inmediata de la caída del régimen militar fue su derrota en la guerra de Malvinas. Derrota militar (y sin duda también política, pero en un nivel meramente “superestructural”) y no derrota social. Más allá de la lucha por los derechos humanos y las múltiples y frecuentemente heroicas formas de resistencia, no fue la sociedad argentina la que volteó a la dictadura. La democracia, pues, no fue recuperada, mucho menos conquistada: cayó en las faldas de la sociedad, por así decir, y fuertemente condicionada, en situación de rehén de la ofensiva de derechización mundial que marcó sobre todo a las sociedades “periféricas” en las décadas del ’80 y ’90. Con ese tipo de democracia –-lo sabemos bien ahora– los sectores populares no comieron, no se educaron, no se curaron. Esta consigna en su momento célebre, sin embargo, fue una excelente metáfora de la ilusión que se había generado: que bastaba la reconstrucción de una “clase política” jurídicamente “democrática” para superar la catástrofe que también nos había “caído encima” con la dictadura. Una cosa era la economía, otra la sociedad, otra la cultura; pero lo que realmente importaba era la “política” (entendida como el mero juego formal, “procedimental”, de las instituciones): o sea, la famosa “fragmentación de las esferas de la experiencia” que Max Weber ya teorizaba a principios del siglo XX. Las aporías, las complejidades, el carácter enrevesadamente contradictorio de diciembre de 2001 son, en buena medida, el resultado de ese “mito” liberal. Con las honrosas excepciones de siempre, lo que se demandaba era “que se fueran” los políticos, pero no los empresarios, los terratenientes, los consejeros de la city, los grandes banqueros, los propietarios de los grandes medios, todos los que habían fogoneado de todas las maneras posibles esa situación que nos acercó al borde apocalíptico. Cuando se hablaba de la “crisis de representación” se quería decir la crisis de los representantes; mucho menos –nada, en verdad– se decía sobre la crisis de los (presuntos) representados: la crisis de toda una sociedad en la que ya se había hecho carne que la política es mero juego “representacional” (de otra manera, ¿para qué poner tanto el acento exclusivo en la “maldad” de los representantes?) y no activa participación popular en los asuntos de la polis. No es que, fragmentariamente, no haya habido también eso: ahí estuvieron las asambleas barriales, los piqueteros, las fábricas recuperadas. Y los muertos, claro. Pero el discurso dominante fue el que empezaba por aceptar como orden “natural” la brecha entre el espacio de lo económico-social y el estrictamente (es decir, estrechamente) “político”. Sobre el piso de esa aceptación, necesariamente el “que se vayan todos” tenía que fracasar (lo sabemos ahora, “con el diario del lunes”, como dicen los futboleros). Si no estaba radicalmente cuestionada esa lógica, lo máximo que podía pasar era que vinieran otros o que se quedaran los mismos con mayor o menor maquillaje. Lo que pasó fue una combinación de las dos cosas, y no es fácil –ni es el motivo de este artículo– evaluar cuánto hemos ganado en el cambio (cambio que sí existió, sería necio negarlo). Pero aun si muchos se fueron –en helicóptero o por cualquier otra puerta trasera– la lógica de la “base material” impuesta a sangre y fuego desde 1976 se quedó. Y es porque se quedó, tal vez, que puede explicarse la aparente paradoja de que –en las jornadas de “lucha campestre” que tuvimos que sufrir este año– fue la derecha (estoy abreviando, se entiende) la que supo “reciclar” para sus propios objetivos los métodos, vaciados del contenido originario, de aquellos movimientos del 2001 que sí habían entendido que la cuestión de fondo no era la “representación” sino la recreación de otras formas de pensar y actuar lo político, en las cuales la acción colectiva reintegre la “representación” a la disputa por la calle y los símbolos. Ojalá, a siete años, hayamos aprendido la lección.

* Sociólogo, profesor de Teoría Política (UBA).
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